El medio es el mensaje

Por Gustavo Toledo

La cadena oficial no trasuntó la imagen de un gobierno fuerte sino la de uno débil encabezado por un presidente ausente y soberbio que no tiene nada para decir.

Desconozco si el señor de las Ceibalitas (y fotógrafo oficial de la República), el Ingeniero Brechner, o el director de Comunicaciones de Presidencia, el "Beato" Veiga, leyeron alguna vez a Mc Luhan o son aficionados a los teóricos de la comunicación política, pero de algo no tengo duda: en ese reducido círculo que rodea al presidente entendieron cómo viene la mano y decidieron modificar ligeramente el formato de las soporíferas cadenas de radio y televisión a las que nos tienen acostumbrados.

A la insustancialidad habitual, le agregaron una cara igualmente insustancial, pero ya no la del presidente o la de algún otro jerarca designado a hacer uso de la palabra en nombre del gobierno sino la de un comunicador contratado especialmente a esos efectos. Y en ello centraron su mensaje y sus expectativas de rebote mediático.

Por cierto, al revés de lo que muchos esperaban, que el presidente se recostara en su atril gris plomo para lanzar alguna admonición higienista o batirse el parche acerca de lo bien que estamos con ayuda del teleprónter o de sus infaltables apuntes en Arial 70, su equipo de comunicación lo convenció de que tercerizara su respuesta a los manifestantes del campo y le cediera la pantalla, los apuntes y hasta la corbata recién anudada a Fernando Vilar, un comunicador reconocido por su corazón aurinegro y sus habituales furcios al aire. Cederle ese espacio a un particular (el próximo consejo de ministros podría estar a cargo de la Comedia Nacional o de alguna murga compañera, ¿no?), conlleva precisamente un metamensaje infantil: “no me merecen; no les da el paño para que yo les responda personalmente. Ni siquiera para que lo haga mi ministro de Ganadería. O una voz en off que acentúe la importancia del mensaje. Nada de eso. Ahí tienen lo que merecen... ¡a Vilar y una retahíla de veintitantos minutos de nada!”.

En efecto, no se dijo nada, pero al mismo tiempo se dijo todo, al elegir a quien eligieron para el módico desafío de poner la cara y buscar reducir el impacto de la respuesta a un cotilleo sobre él.

Total, lo importante nunca fue el mensaje (daba lo mismo un repaso de jeroglíficos macroeconómicos e indicadores sociales que el alfabeto griego o la tabla periódica) sino el medio, la cara prestada, acaso alguno de sus habituales yerros, las banderitas como parte del decorado, el desborde de cifras, datos y gráficas. Sólo faltaron los emoticones.

Claro que eso no fue problema para que la tribuna tricolor, y no precisamente la de Nacional, que compró el verso de la “conspiración de la oligarquía reaccionaria de los blancos cajetillas” desde mucho antes que lo pusieran a la venta, aplaudiera y aprobara la actuación del canoso comunicador oficial (¿ista?). Casi, casi al nivel de Sonia o Raquelita, pero nunca tanto como el de los Grille, ¡faltaba más!

A su pesar, la cadena no trasuntó la imagen de un gobierno fuerte sino la de uno débil (todo radicalismo crepuscular es un signo de debilidad), encabezado por un presidente ausente y soberbio que no tiene nada para decir; lo que, como mensaje, es lo más parecido a la postal de un barco a la deriva. Y si a esto le agregamos que, cuando bajó al llano y se cruzó con un productor rural que le cantó un par de verdades, no supo qué hacer, le saltó la térmica y se comportó como un barra brava de Progreso (que no es lo mismo que decir un hincha del progresismo y menos aún que un progresista), la sensación de preocupación se disparó a la estratosfera. Y ni que hablar que cuando tuvo que bajar la pelota al piso, mostrarse como el medido y circunspecto galeno que encanta a las tías viejas, actuó aún peor, mandando a escrachar al paisano envalentonado (¿otra maravillosa ocurrencia de su equipo de septuagenarios?). Un horror.

A propósito, poco antes de las últimas elecciones, entrevistado por el semanario Voces, el presidente dijo que había aprendido del ex mandatario francés, François Mitterrand, que “cuando habla Mitterrand, habla Francia”, y por eso –¡vaya autoestima!- hablaba poco. Lo que no aprendió del franchute, por lo visto, es que cuando Mitterrand hablaba, decía mucho. Y, sobre todo, ponía la cara, claro. Ahí está la diferencia entre el último de los Borbones franceses y el hijo putativo del Pistola Marsicano.

Conclusión, el presidente no sabe nadar en aguas agitadas. Cuando el viento está a favor y todos dicen amén, es fácil. Cuando está del lado de la puerta, es otra cosa. En eso, el Pepe lo supera ampliamente. Es imbatible. Tiene un talento natural para bailar con la más fea y salir indemne. Por eso, quizás, el hombre se mantiene lejos, dejando que su par se desgaste, para emprender dentro de poco, casi nada, para disgusto de sus delfines alimentados a promesas y de los opositores amateurs, la epopeya del regreso. Sin necesidad de cadenas. Ni mensajeros muletos. Ni caras prestadas. Con Mc Luhan bajo el brazo y el “como te digo una cosa, te digo la otra” siempre a tiro.