Un demócrata cabal



Hace muchos años, y refiriéndose a sí mismo y sus desafíos políticos, François Mitterrand nos dijo que la historia poco recordaba cómo uno entraba y, en cambio, fijaba la imagen de cómo se salía de ella. Nos viene a cuento este razonamiento cuando vemos titulares de diario que despectivamente aluden al fallecimiento del expresidente argentino Fernando De la Rúa como el mandatario “que se fue en helicóptero”. Esta imagen real, pero simplificadora, injustamente hace sombra a la trayectoria impecable de un gobernante honesto y demócrata, culto y respetuoso, que honró a la política con su andar.

Oriundo de Córdoba, formado en derecho, emergió en la política nacional cuando en 1973 fue el único candidato radical que ganó una banca contra el candidato peronista. Ello ocurrió en Buenos Aires y eso le proyectó a la fórmula presidencial que compartió luego con Don Ricardo Balbín, el legendario líder partidario a cuya línea interna pertenecía el propio De la Rúa.

Su destaque como parlamentario le llevó, en 1996, a la Jefatura de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, primero en ser electo por el voto directo de la ciudadanía. De allí saltó —en 1999— a la Presidencia, en fórmula con Carlos “Chacho” Alvarez, un político de origen peronista que renunció a poco de andar. Desgraciadamente, heredó una situación económica muy compleja, prácticamente explosiva por el corsé al dólar de la llamada” convertibilidad” y un contexto financiero internacional hostil. La situación económica le arrastró a un proceso de inestabilidad que en el fin de año de 2001 le condujo a la renuncia, ante una ola de huelgas y violentas manifestaciones reclamando su alejamiento que terminó su pérdida de respaldo político.

Cuando se mira en perspectiva se advierte hasta qué punto Argentina sigue pagando tributo a aquel momento tremendo, porque su posterior “default”, decretado por el Parlamento cantando el himno, en ademán presuntamente soberano de desafío a los acreedores, hasta hoy proyecta su sombra de desconfianza.

De la Rúa era un hombre moderado. En sus actos, en sus dichos, en su vida. “Dicen que soy aburrido”, fue una pieza publicitaria en la cual contestaba la presunta descalificación que le hacían sus adversarios, por su estilo sobrio y austero. Así como fue un celebrado legislador y administrador, como Jefe de Estado fue desbordado por una situación anárquica a la que todo el sistema político contribuyó. Muchos de los actores de entonces hoy reconocen el error de su intransigencia, pero el pasado es irreversible y aquel momento de turbulencia arrastró a De la Rúa y le condenó a una salida triste. Triste para él y para la democracia.

Todos quienes convivimos con él en la vida cívica podemos hablar de esas nobles características que lo definían y recordar su aporte a la vida democrática, hasta por ese estilo medido, tan contrastante con el estentóreo ruido habitual de la política argentina. No es una ligera frase diplomática afirmar que fue “un gran demócrata”, como tampoco lo es decir que fue “un hombre bueno”, que en esta postmodernidad bullanguera y vacía de contenidos, se carga de los mejores valores de la humanidad.

A su esposa, hijos, familiares y amigos, llégueles nuestra más profunda solidaridad.

J. M. S.