Edición Nº 1017 - Viernes 22 de noviembre de 2024

18 de Mayo: 1811, 1972, 2020

Por Julio María Sanguinetti

Tres tiempos muy distintos que ameritan una reflexión serena pero rigurosa.

Hizo muy bien el Presidente Lacalle Pou en revalorizar la celebración del 18 de mayo de 1811, fecha de la Batalla de Las Piedras. Llevamos demasiados años de abandono de las conmemoraciones históricas y de construcción de un relato tergiversado de ella, no sólo en la reciente (donde es escandalosa la parcialidad frentista) sino aun en la fundacional. En ésta los héroes se desdibujan y se termina concluyendo en una independencia uruguaya casual y otorgada desde afuera, ignorando la sacrificada lucha que, en los 17 años que van hasta 1828, nos enfrentó con España, Buenos Aires, Portugal y Brasil. Primero al mando de Artigas y luego de Rivera y Lavalleja.

Fue Las Piedras el primer gran triunfo de la revolución, porque Buenos Aires no lograba consolidarse militarmente en el Alto Perú y se temía una fuerte resistencia española desde Montevideo, donde estaba anclada una flotilla que luego del triunfo oriental bloqueó Buenos Aires. El episodio militar marcó, por un lado, las posibilidades de movilización efectiva del pueblo oriental y, al mismo tiempo, el liderazgo de Artigas, que se hizo indiscutible al sitiar Montevideo y confinar allí al Virrey Elío.

Poco después, el acuerdo entre Buenos Aires y el Virrey llevó al levantamiento del sitio, sin consulta a los nuestros y, como consecuencia, a la protesta admirable del Éxodo, episodio fundamental en la configuración del sentimiento de identidad y autodeterminación que comenzaba a enraizarse.

Si no se miran estos episodios, y los que le seguirán a lo largo del medio siglo posterior, difícil es entender nuestro presente y la configuración de las tendencias de largo plazo que hicieron del Uruguay lo que es.

Al mirar hace ese pasado raigal, obligada es también la memoria sobre otro 18 de mayo, este de 1972, en que la guerrilla tupamara asesinó a cuatro soldados que hacían guardia frente al domicilio del Comandante en Jefe del Ejército. Fue en Avenida Italia y Abacú y no hubo enfrentamiento. Simplemente se les asesinó, por sorpresa, dentro de un jeep tomando mate. Fue un desafío al Ejército, que -como es tradición- celebra su aniversario en la conmemoración de Las Piedras. Estábamos aún en democracia, aunque el asalto a las instituciones que estaba en curso había sacado al Ejército a la calle. Ello había ocurrido a escasos meses de la elección de 1971 y fue un nefasto episodio, porque la dirección tupamara, que estaba juzgada regularmente por la Justicia y presa en el Penal de Punta Carretas, se fugó y generó una enorme conmoción pública. Los había aprehendido exitosamente la Policía, porque el Presidente Pacheco Areco había preferido hasta entonces no dar intervención a los militares. Cuando se da la fuga, en medio del clima de una elección pasional, se encarga la represión a las Fuerzas Armadas. Éstas derrotaron al movimiento en pocos meses y sus mandos de la época, desgraciadamente, se embriagaron con esa victoria y terminaron avanzando sobre el poder civil. Nada excusa su responsabilidad, pero tampoco la de quienes provocaron la situación.

Algunos relatos históricos complacientes intentan desligar la responsabilidad tupamara en el golpe de Estado, pero una mirada mínimamente objetiva nos dice que sin guerrilla no había golpe, o -dicho al revés- en la secuencia que allí nos condujo. La desestabilización comienza con la irrupción de la violencia política que el Uruguay había dejado atrás hacía décadas.

Desde nuestra democracia actual, desde la paz que el país vive, desde una república que afronta hoy una crisis mundial con serenidad y bajo la ley, es imprescindible mirar hacia ese pasado, el más cercano y el más lejano, pero ambas de enorme trascendencia para valorar lo que hoy tenemos que cuidar. Ni las Fuerzas Armadas son un riesgo para las instituciones ni la guerrilla retornó, pero cada tanto las emociones afloran. Respetables son cuando se expresan con voluntad de paz. No cuando pretenden reavivar enfrentamientos o indeseables enconos.



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