Por Julio María Sanguinetti
El lunes pasado celebramos los 40 años del acto del Obelisco, un episodio marcante, definitorio, en el proceso de la trabajosa salida institucional, que hoy, mirada a la distancia, parece bastante más sencilla de lo que fue aquel angustioso ir y venir, con avances y retrocesos que ponían a prueba nuestro ánimo.
En ese momento, ya se había avanzado mucho, porque la elección interna de noviembre de 1982, si bien no había incluido al Frente Amplio, había permitido designar autoridades legítimas de los partidos tradicionales, con una amplia mayoría para los sectores más claramente opositores al régimen dictatorial. Nuestra representatividad era indiscutible. Sin embargo, poco se había avanzado luego del fracaso, en el mes de julio de 1983, de las conversaciones del Parque Hotel, iniciadas de apuro antes de la visita del Rey de España, en el afán de mostrar una imagen benévola del régimen.
En ese tiempo, los domingos de tardecita nos reuníamos en la casa de Don Juan Pivel Devoto, en la calle Ellauri, con Gonzalo Aguirre, Fernando Oliú, Jorge Batlle y Enrique Tarigo. También solía sumarse Carlos Julio Pereyra. Hablábamos siempre de pasos a dar, de cómo encaminábamos los movimientos, en esos momentos constantemente dificultados por las provocaciones del gobierno que presidía el Tte. Gral. Álvarez.
Después de la frustración del Parque Hotel estaba todo estacionario. En ese contexto, cierto día Jorge Batlle dice, "¿por qué no pedimos permiso para hacer un acto público el último domingo de noviembre de este año, justo un año antes del cronograma comprometido?". La idea sin duda era buena, simbólica. Su viabilidad incierta. Gonzalo Aguirre llevó la nota a la Jefatura de Policía a cargo del Coronel Washington Varela. Pasaron los días y parecía que el silencio sería la respuesta cuando, sorpresivamente, se nos informa de la autorización.
Primera duda: ¿corremos el riesgo de que nos cancelen la autorización si invitamos al Frente Amplio, todavía proscripto? Optamos por asumirlo, intentando de hecho su inevitable y necesaria desproscripción. Pienso que fue tan rápido todo, que la sorpresa no provocó una reacción. Segunda duda: ¿quién habla? El tema lo resolvió el dueño de casa que, como buen historiador, invocó el precedente de las viejas proclamas, añadiendo luego que tenía el candidato para leerla: el actor Alberto Candeau, cuya voz y apostura se ajustaban al libreto y la ocasión.
A instancias de Carlos Julio, se armó improvisamente el cuartel general en la Casa de los Lamas. Se llamó al Dr. Chiarino, por la Unión Cívica, y al Dr. José P. Cardoso y a Juan Pablo Terra, por el Frente. Se repartieron las 130 sillas del estrado igualitariamente entre los partidos y así se llegó, en la tarde del 27 de noviembre, a un acto cuya convocatoria superó todos los pronósticos, los de la dictadura sin duda y aun los nuestros.
La proclama, redactada por Gonzalo Aguirre y Enrique Tarigo, fue una llamarada de emoción, que sacudió al país. El texto de Aguirre fue manuscrito, el de Tarigo escrito. A instancias de Tarigo se tomó como base el de Aguirre y se le añadieron algunos párrafos suyos.
Aquella multitud enfervorizada, que llenó la avenida central del Parque Batlle, le cerraba aún más el camino a los intentos de Alvarez de que descarrilaran las eventuales negociaciones. Fue un mensaje muy fuerte.
Enseguida vino la increíble respuesta que hoy, parece algo anómalo, un exabrupto, pero es revelador del clima que se vivía en la Presidencia. En cadena de radio y televisión, con los Comandantes en Jefe a su lado, Álvarez lanzó una diatriba rabiosa: "Los patricios laureles de Rivera y Oribe, el poncho de Saravia y el sobretodo de Batlle, con todas sus sacrosantas evocaciones, han sido revolcados en el más nauseabundo de los barros (..) Pese a que el acto fuera organizado por corrientes políticas tradicionales, presidió la ceremonia un estrado donde dirigentes políticos aglutinaron su presencia y voluntad con dirigentes de partidos no habilitados, entre ellos notorios marxistas integrados en el llamado Frente Amplio, algunos condenados por delitos de subversión y terrorismo". Comparaba luego el estrado con el "cambalache discepoliano" y preguntaba: "Cuando se reclaman la amnistía y el indulto, ¿están pidiendo la liberación de los delincuentes asesinos tupamaros y sus secuaces, que mataron, torturaron, secuestraron y vejaron?".
Así se mantuvo esa actitud hasta que el histórico Pacto del Club Naval, el 3 de agosto de 1984, le puso fecha y hora a la elección y al fin de la dictadura. Fueron meses muy inciertos, pero el 15 de febrero de 1985 se instaló el nuevo Parlamento y el 1º de marzo se inauguró el nuevo gobierno democrático.
La sociedad uruguaya puede y debe mirar con respeto aquellos pasos que se dieron para recuperar esa democracia que hoy resplandece. También condenar, aunque sea en silencio, a quienes retornan a viejos enfrentamientos y recurren a la difamación o el agravio para quienes están gobernando. La democracia la debemos cuidar en el día a día, debatiendo, cambiando opiniones, criticando lo que queramos criticar, pero sin olvidar a donde nos llevaron aquellos excesos, primero orales, luego violentos.
Conmemorar no es solo recordar. Es celebrar y asumir el compromiso permanente de velar por los valores sustanciales de nuestro sistema de libertades.