Por Julio María Sanguinetti
En agosto de 1953, vio la luz la primera edición del Semanario Canelones. Era un tiempo de múltiples periódicos en papel y éste no fue la excepción. La iniciativa de Don Luis Batlle Berres respondía a la idea de darle empuje a su Lista 15, mayoritaria en el Partido Colorado en el país pero vapuleada en Canelones por la llamada Casa Berreta, continuidad de la agrupación de Don Tomás, que lideraba el Dr. Luis Alberto Brause. Para el empeño asumió la dirección un periodista ya consagrado, Manuel Flores Mora, junto a un núcleo de aprendices en el que estaban Zelmar Michelini, Teófilo Collazo, Fernando Torres Ponce, Tabaré Hackenbruch, que sería luego Intendente en tres ocasiones, y un grupito más joven que -entre otros- integrábamos con Luis Barrios Tassano, Wellington Melogno, Jorge Tálice, Alberto Pérez Pérez, Luis Alberto Solé y mi primo Norberto.
Era todavía el Uruguay de Maracaná, el de la república optimista, el que empujaba con la industrialización, el que asumía orgullosamente su democracia y se enfrentaba al autoritarismo del General Perón en Argentina. Llenos de entusiasmo, queríamos hacer periodismo moderno en el tradicional Canelones y para el momento y lugar así fue. Puedo recordar que la primera vez que publiqué algo con firma fue un artículo biográfico de Joaquín Suárez.
Después de aquel inicio vino "ACCIÓN", donde nos formamos bajo el magisterio de Pancho Llano, un formidable periodista argentino, jefe de redacción de Crítica y Clarín. Esa etapa, en que tuvo de directores a Don Luis Batlle, a Jorge Batlle, a Fernando Fariña y a Amílcar Vasconcellos, se clausuró en 1973, cuando el golpe de Estado, en que se cerró "ACCIÓN". Generosamente, "El Día" me acogió en su redacción y allí, pese a mi condición de proscripto de la política, me las ingeniaba para hablar de historia o literatura y cada tanto recibir alguna "citación" -también sanciones- por lo que se consideraban violaciones al impuesto silencio. Como pasó en el plebiscito de 1980, por ejemplo, en que contrabandeamos un artículo de rechazo a la propuesta constitucional de la dictadura.
Luego vino la etapa de "Correo de los Viernes", primero en papel y ahora en digital. Aquí estamos, entonces, a 70 años de aquella fecha inaugural, en el mismo empeño de escribir, asumiendo el periodismo como nuestra real profesión, más allá de un título de abogado que poco usamos como tal y una vida política que se hizo paralela. En ésta también nos hicimos "profesionales", algo que hoy suena pecaminoso cuando no es otra cosa -nada más ni nada menos- que el servicio permanente a la República, asumido en las buenas y en las malas, con devoción por las instituciones y el constante estudio de la vida y administración de un Estado nacido para asegurar la libertad y el mayor bienestar posible de sus ciudadanos.
Naturalmente, hoy la prensa no es lo que era y como consecuencia el periodismo ha cambiado. Los diarios en papel se han reducido, aunque -guste o no- la palabra escrita posee una autoridad superior. Las publicaciones digitales cumplen una función importante, aunque provocan una lectura más "picoteada" y por lo tanto más superficial, como dicen los estudiosos del tema. La radio ha vuelto al panorama con fuerza y ofrece un espacio para reflexionar, aunque en horarios acotados. La televisión es la imagen hablada, todavía dominante, en una nueva competencia con las llamadas redes y su aluvión de titulares, noticias ciertas o no tanto, pero rara vez con editor responsable. El periodista entonces hoy tiene, cualquiera sea el medio, un rol fundamental, que es darle sentido a la noticia, contextualizarla, hacerla entender. Escuchar el ruido de los tiempos más que el tintineo de la anécdota. Y, por supuesto, opinar, ejercer la libertad de pensar, para sostener puntos de vista y provocar reflexión. Cuidando siempre la regla ética de no confundir opinión con información, o sea, pasar gato por liebre.
Esta revolución en los medios la ha provocado también en la democracia. El ciudadano se representa a sí mismo, se siente despegado de pertenencias, cree tener una voz para sus desahogos. De ahí, entre otras cosas, el debilitamiento de un funcionamiento institucional agredido por esa inmediatez que, entre la marea de encuestas y titulares, inventa o quita legitimidades a velocidad de vértigo. Genera así esos movimientos marginales que han llevado a una política de extremos en que los "centros", más a la derecha o más a la izquierda, empalidecen ante el planeo dramático y emocional de las convocatorias redentoras, con su apelación simplificada.
En estos 70 años vivimos el apogeo del Uruguay industrial, sufrimos su declinación, padecimos la etapa de la violencia política, protagonizamos con esperanza la restauración democrática y hoy llevamos 38 años ininterrumpidos de ejercicio democrático limpio. Con una economía razonablemente equilibrada y la acción de un Estado con alta responsabilidad social, expuesto siempre al desafío de sectores rezagados en el acceso al bienestar que reclaman constante atención. Desde afuera se nos ve mejor que lo que podría suponerse cuando se asiste a los debates políticos cotidianos. Y ello es lógico porque se hace la comparación y, en ese ejercicio, Uruguay destaca, como destacó en sus mejores tiempos.
Para eso estamos, desde hace 70 años. Escribiendo siempre. Con la esperanza intacta en nuestra República y en sus valores constitutivos de libertad, laicidad, solidaridad y Estado de Derecho.