Hacía tiempo que se había ido alejando del mundo. Su mente se había ido extraviando y así, silenciosamente, se alejó de la vida. Hablamos de Carlos Tonelli, un maestro de la pintura uruguaya, un exquisito dotado de un oficio sobrenatural, producto de una gran habilidad y de una sólida formación teórica.
Había nacido en Fray Bentos en 1937; estudió con su coterráneo Luis Solari y luego cursó la Escuela de Bellas Artes, como alumno de Edgardo Ribeiro. En 1961 ganó la Beca Carlos Ma. Herrera y a partir de allí viajó a Europa, entre 1962 y 1964, donde sobre todo profundizó en el estudio de los grandes maestros. Unas pequeñas copias de Veermer son un testimonio sorprendente de esa enseñanza por la observación y el estudio.
Su obra tiene etapas distintas. Con un tránsito inicial por las vertientes clásicas del siglo XX, incluído el cubismo, derivó luego a un arte de profunda individualidad, en que aparece una actitud de misterioso simbolismo, a veces el conceptualismo descriptivo que narra una concepción artística paso a paso o de pronto un surrealista misticismo panteísta. Todo eso dentro del realismo de trabajar con la perspectiva y un trabajo formal de inusual perfección, que trasciende siempre la representación. Sus naturalezas muertas, por ejemplo, son un modelo de esa simultaneidad entre figuración y sobrenaturalidad.
Él se reconocía alumnos a la distancia de Luis Fernández otro genio de un realismo más allá de la realidad. Cultor de una visión integral de la vida, el arte y el tiempo histórico, también fue maestro y profesor de historia del arte, en Secundaria y en el Taller de Arte de Maldonado que fundó.
No fue hombre de demagogias ni publicidad. Trabajaba en silencio, con ascética modestia, en su hermoso taller de Maldonado. No gozaba de gran fama, pero todos quienes saben de arte en este país, le profesaban un gran respeto, que en el 2003 se concretó en el Premio Figari. Seguramente el futuro lo ubicará entre los grandes del país. Pasará tiempo pero así será.