Artigas “argentino”
Por Julio María Sanguinetti
En este estilo dramático y retórico, que le es tan propio, la Presidente de Argentina, doña Cristina Fernández de Kirchner, dijo días atrás: “...esta bandera de Entre Ríos, cruzada por la franja roja que es el símbolo Artigas, vivo en la tierra entrerriana, de ese Artigas que quería ser argentino y no lo dejamos, carajo. ¿Cómo pudo haber sido posible?”. Reaccionando de la palabrota, prosiguió: “Ay, se me fue... disculpen pero me da bronca cuando se lee la historia y ver que desde Buenos Aires rechazaron a los delegados de la Banda Oriental. Por eso no somos una sola nación”. “Nos dividieron y nos separaron. Uno entiende que tenemos que recorrer el camino inverso hacia dentro y hacia afuera”, concluyó.
En la historia, como en la política, nada hay peor —aunque a veces sea divertido— que la caricatura. Porque juega con la realidad, pero deformándola deliberadamente para acentuar algún rasgo o poner en evidencia el defecto más llamativo. Decir que Artigas, campeón del confederacionismo (y no del federalismo, como habitualmente se dice) simplemente tenía deseos de ser argentino, es jugar abusivamente con el pasado.
Artigas fue elegido Jefe de los Orientales en octubre de 1811, en la asamblea de la Quinta de la Paraguaya. En febrero se había incorporado a la Revolución de Mayo y triunfado en la Batalla de Las Piedras, primera victoria militar contra los españoles. Se incorpora al sitio de Montevideo y propone conquistar la capital. Los dirigentes de Buenos Aires pactan con los españoles el retiro de nuestro ejército y Artigas se va hacia el Norte , seguido por toda su gente, en ese emocionante episodio que se ha dado en llamar “el Éxodo del Pueblo Oriental”. Desde ese momento puede hablarse de un pueblo con capacidad de autodeterminación, de un pueblo que no aceptaba subordinarse y que si se incorporaba a un proyecto amplio de independencia no era para cambiar la dominación española por la porteña. Por eso, cuando se intente su reincorporación a la lucha, los jefes militares artiguistas se dirigen a Buenos Aires y le dicen claramente que cuando ellos pactaron con los españoles “quedó roto el lazo que, aunque no expreso, por lo menos tácitamente los ligaba con las autoridades porteñas” y que en consecuencia los orientales seguirían “abocados a una ardua lucha para la reconquista de su suelo y la afirmación de su libertad, entendiendo, además, que existían objetivos y finalidades análogas en la acción de los otros pueblos hispanoamericanos, en plena revolución buscó, como medio transitorio de lograr dichas finalidades, la concertación de pactos de alianza estrecha, es decir, confederación con otros países hermanos”.
Esa fue la idea de la revolución, expresada una y mil veces por Artigas y, en el documento señalado, por sus capitanes. O sea era un pueblo libre que con “países hermanos” aspiraba a integrar una confederación. Las Instrucciones del año XIII son bien claras: se trata de una “confederación” y no de un “estado federal”, como terminó siendo la Argentina. La diferencia es bien rotunda y sustantiva. En la confederación, varios Estados soberanos simplemente entregan algunas competencias a un gobierno conjunto, “reteniendo” —como señalan las Instrucciones — “su soberanía libertad e independencia” y “todo poder, jurisdicción y derecho que no es delegado expresamente”. O sea que se aceptaba esas forma o la Provincia seguiría sola su revolución. Eso fue así, claro y rotundo. Tanto que, como el gobierno de Buenos Aires no quiso entenderlo y pretendió seguir “impartiendo órdenes”, la fuerza artiguista se enfrentó y terminó defendiendo su autonomía con las armas en la mano. El 10 de enero de 1815, Dorrego, enviado por Buenos Aires a reducir al ejército oriental, es estrepitosamente derrotado en la batalla de Guayabos, amplia estrategia de Artigas, en la que participan Lavalleja, Bauzá y obviamente Rivera, cuya acción es decisiva en la victoria y a quien el padre Larrañaga lo consideraba “el vencedor”.
A partir de allí, Artigas será, además de Jefe de los Orientales, un líder regional que nunca se apartó ni un milímetro de su idea original: la confederación, o sea la alianza por “pacto” de provincias o “países” independientes, que se agrupaban para tener una política exterior y una estrategia militar común.
Es con ese empeño que Artigas luchó todo el tiempo y, después de derrotado, sus capitanes continuaron sus ideales. En 1820, Rivera y Lavalleja aceptan colaborar con el portugués vencedor, pero luego de un armisticio en que aquel logró lo que siempre había defendido Artigas: el derecho a tener un ejército. Éste será la base que permitirá en 1825 vencer a los “imperiales” brasileños en Rincón y Sarandí, hasta que la conquista de las Misiones por Rivera genere la situación que conduce a nuestra independencia definitiva en la Convención Preliminar de Paz de 1828.
De estas breves precisiones queda claro que Artigas y su gente jamás aceptaron la subordinación, tal cual hace doscientos años dijo con toda claridad el jefe oriental en el Congreso de Abril. “Pacto” sí, “subordinación” nunca. Un “Estado Federal” como el argentino está a kilómetros del concepto de confederación y basta ver cómo las sufrientes provincias viven actualmente condicionadas por los recursos del gobierno nacional para comprenderlo.
La Presidente se equivoca entonces cuando habla de que queríamos ser “argentinos”. Y más se equivoca, cuando dice ”nos separaron”, como si fuera una influencia ajena, cuando fue pura y simplemente la voluntad de la Provincia de Buenos Aires de considerarse heredera del Virreinato y pretender que el resto se le subordinara. Nada distinto a lo que su propio gobierno hace hoy, nada diferente a lo que pretendió el gobierno de su marido en el sonado caso de las plantas pasteras. Gobiernos, además, que no respetan la “separación” de poderes que rotundamente defendía Artigas en las célebres Instrucciones. De paso, digamos que no fue la llamada “oligarquía unitaria” la única responsable; fueron todos, porque el hoy admirado Rosas, aparte de su tiranía, jamás aceptó la independencia de Paraguay e intentó de todos modos subordinar al Uruguay nuevamente.
Con la Argentina, entonces, nos ha ligado desde siempre la geografía, así como la historia nos ha amigado y desamigado alternativamente. Los conflictos, cuando han existido, se han dado con los gobiernos. Porque las sociedades rioplatenses han convivido en paz y basta ver de qué modo los uruguayos disfrutamos del encanto de la gran ciudad porteña y los argentinos de nuestras soleadas playas. Esa es también una hermosa realidad, distante de las elucubraciones seudo-imperialistas de los nostálgicos de una “Patria Grande” que nunca pudo existir, desgraciadamente, por quienes entonces actuaban desde el gobierno de Buenos Aires, como lo hacen hoy ellos.
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