Bienvenidos inmigrantes
Por Julio María Sanguinetti
El Uruguay ha vuelto a ser país de inmigración. Y este es un hecho relevante, que merece un análisis desde una franca actitud de bienvenida.
La sociedad uruguaya actual es una refundación de la hispano-criolla, a la que en el final del siglo XIX y la primera mitad del XX, se le sumaron enormes contingentes españoles, italianos, amén de otros más pequeños cuantitativamente pero muy influyentes, como libaneses, judíos, valdenses, armenios… De esa amalgama nace el Uruguay moderno del siglo XX, el que desde Batlle en adelante consolida su democracia y construye un Estado de Bienestar que fue pionero en América.
Naturalmente, esos inmigrantes simplemente huían de una Europa o un Medio Oriente ensangrentado por guerras y degradado por la pobreza. En general tenían una muy vaga idea de lo que se iban a encontrar, pero su urgencia era alejarse, dejar atrás la amenaza de la guerra, con sus “levas” de gente para ir a morir en las trincheras, o esa vida sin horizonte de los pequeños campesinos gallegos o genoveses. El momento trágico de la Segunda Guerra Mundial fue el ultimo gran empuje, con judíos perseguidos e italianos y españoles que se alejaban de las miserias de aquel tiempo, atraídos por sus familiares ya instalados.
El hecho es que su aporte fue fundamental. Pacificada Europa, enriquecido el mundo del Norte, el flujo cesó. Tampoco podíamos ofrecer mejores perspectivas que aquellas a las que allá podían acceder. Los años 60 y 70 se hicieron muy difíciles en Uruguay. La violencia política, guerrillera primero y militar después, produjeron una emigración importante.
Ahora nos encontramos con la sorpresa de un nuevo fenómeno inmigratorio, pero esta vez de raíz latinoamericana. El desencanto de cubanos, la desesperación de venezolanos y la pobreza de dominicanos, ha llevado a que se genere un flujo hacia el Sur, que desde Chile a Uruguay, viene refrescando nuestras envejecidas sociedades con el aporte de gente joven, deseosa de trabajar y armar —o rearmar— sus familias en países que sienten acogedores. Entre nosotros, ese sentimiento aflora espontáneamente no bien se converse con ellos.
Es realmente muy bueno para el Uruguay que eso ocurra. En general, el inmigrante es joven y eso ayuda a los sistemas de seguridad social y al mundo laboral. Quien llega de afuera agradece la hospitalidad y su talante amable hoy se aprecia claramente en cualquier lugar de acceso al público donde nos aparece un camarero de restaurante venezolano o una vendedora de comercio cubana.
Las residencias otorgadas oficialmente son unas 30.000 en los últimos tres años, pero con tendencia creciente. Aquellos que se hagan un lugar, seguramente atraerán a otros y ya se dan fenómenos tan peculiares como el de Santa Rosa, en Canelones, con 200 cubanos, o el del Club Wanderers, con una “barra” venezolana de 130 hinchas, que siguen fielmente al club bohemio, integrándose así a nuestra sociedad desde la actividad más popular.
La escuela pública registra hoy esa presencia. En Montevideo este año se inscribieron 843 niños extranjeros, especialmente en las escuelas del Centro, donde su presencia se hace muy visible. El mayor contingente, un 38%, es venezolano.
El Uruguay así se enriquece. No olvidemos que algo así como el 90% de nuestra población no tuvo sus antepasados en la época colonial o de las luchas por la independencia. Fuimos un país abierto y felizmente lo seguimos siendo, ahora no solo como actitud sino como receptores de gente de carne y hueso que viene aquí a hacer su vida. Sentir recelos frente a quienes llegan sería negarnos a nosotros mismos, traicionar a nuestros abuelos o bisabuelos que pudieron fundar familias en esta tierra de aspiraciones igualitarias.
No ignoramos que ya aparecen voces quejándose de que hay desocupación y que esta gente disputará el mercado. Este razonamiento, tan falso y egoísta como los de Trump, debiera reconocer que no estamos ante un fenómeno que supere el 2 o 3% de la población activa, que si esta gente consigue trabajo es por su mérito y no porque venga a ser explotada, que —además— hasta plantean una sana competencia en sectores de prestación de servicios donde la actitud es fundamental. Nuestro mercado laboral es muy reglado —hasta en demasía— de modo que no es pensable que van a trabajar en condiciones irregulares (más bien lo contrario, ya que desean —y necesitan— formalizarse).
La escuela pública uruguaya vuelve a ser lo que fue con Varela: el crisol en que se fundieron los diferentes. Ahora no hay ni diferencias de idiomas, apenas los matices de las regiones hispanohablantes que enriquecen aún más el habla popular.
En medio de tantos males que nos afligen, este proceso es de lo poco esperanzador que muestra una sociedad donde la droga, el narcotráfico, la violencia y la fractura social en barrios pobres, hiere nuestro histórico sentimiento de solidaridad.
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