Por Julio María Sanguinetti
Jorge Larrañaga cayó como vivió, a fondo. Y solo así, por la muerte, podía detenerse el empuje que era su razón de ser.
Su sentido de la política era misional. La batalla que dio el año pasado con su campaña de "vivir sin miedo" fue la expresión mayor de esa vocación que nacía de una idea que se transfiguraba en pasión. Batallando en solitario, sin estructuras ni medios, sacudió la conciencia pública y llegó más allá de lo que pudiera pensarse.
En el Ministerio honró verticalmente ese compromiso. Peleó porque la ley de urgencia respondiera a la nueva visión de una lucha frontal contra el crimen organizado. Lo logró y a esas normas de respaldo a la policía y garantía para los ciudadanos, le puso la carnadura de una gestión vivida como un compromiso existencial. Estaba en todos lados, asumía responsabilidades y venía logrando ese difícil equilibrio entre una policía volcada con decisión a su objetivo y el riesgo del desborde, que cuando excepcionalmente pudo ocurrir, de inmediato conjuró.
Los resultados se empezaban a ver en el número de delitos. Más allá de esa visión cuantitativa, sin embargo, la sociedad uruguaya sentía que había un Estado presente, un Ministro a cargo, una policía con ánimo, una calle que había dejado de ser tierra de nadie, una ley que no era letra muerta sino vigencia efectiva.
Esta etapa ministerial en que se apaga su estrella vital, deja sin embargo una luz que alumbra todo sus recorrido político: su labor como Intendente de Paysandú, su acción como formidable dirigente político, su liderazgo de una corriente que continuaba el ventarrón de cambio que Wilson Ferreira le había traído al Partido Nacional. Como siempre en la vida política, supo de éxitos y también de sinsabores. Ni lo embriagaron aquellos ni lo detuvieron éstos. Nunca un tropezón fue caída, como lo demostró en esta etapa final en que no habiendo sido victorioso adentro de su partido, lo ha sido en el país todo, al que se ganó con un formidable esfuerzo.
Su personalidad era intransferible. Frontal, abierto, amistoso, agonista siempre pronto para subirse a un caballo a honrar un prócer o lanzar una campaña política sin más ropaje que su convicción y esa voluntad que no sabía de fatigas.
Si algo le faltaba a su trayectoria, el modo cómo el país se sacudió ante su fallecimiento le ha añadido el fallo rotundo de un respeto generalizado. Que rubrica por cierto su vida política, pero arroja también una contribución ejemplar al ejercicio de la política, tantas veces incomprendido por quienes, mirando de lejos, no advierten lo que es el peso de una profesión sacrificada. Y digo profesión con énfasis, porque quien como Larrañaga le dedicó cuarenta años de su vida y fue administrador, legislador, dirigente, es alguien que ejerce un real y complejo oficio, con la intransferible sabiduría que da su ejercicio. Me atrevo a decir: ¿no cayó este gladiador en plena batalla y herido por ella, al reclamarle una entrega en que su voluntad superó a sus posibilidades físicas?
En lo personal, éramos amigos. Amigos. Su vozarrón en el teléfono, diciéndome "cómo anda, jefe" me traía en cada ocasión un mensaje de fraternidad que salteaba la distancia generacional. Hablábamos de todo, de lo de él y de lo nuestro, cada cual desde su mirada, coincidiendo siempre en el servicio a la República.
El vivir muchos años nos da el privilegio de disfrutar de innumerables bienes del espíritu. También, sin embargo, el agridulce sabor nostálgico de los tantos afectos que van quedando en el camino, de esos vacíos que se abren, cada uno con su singularidad irrepetible. Felizmente, el recuerdo es también parte de la vida, porque no es un pasado congelado sino, como en el caso, la vivencia permanente de una grata memoria.