Por Julio María Sanguinetti
Con la democracia está pasando, en el mundo entero, algo tan curioso como peligroso: se escucha a los ciudadanos hablar de los temas públicos como si ellos no fueran parte fundamental del sistema, como si lo observaran desde afuera y juzgaran su funcionamiento sentados en la platea mirando un espectáculo.
De ahí derivan esos nefastos movimientos que, explotando esa lejanía, rechazan la vida política, cuestionen al barrer a todos los políticos, como en un caso extremo lo hace el argentino Milei, que les llama despectivamente "la casta". En su tiempo, en Argentina se oyó el grito de "que se vayan todos" que ahora se reproduce en esta nueva versión de lo mismo.
Y ahí está el nudo del tema: el sistema democrático asegura las libertades, un funcionamiento regulado de todos los poderes (administrativo, legislativo y judicial) y un método pacífico, el voto, para cambiar un gobierno que no nos gusta. Ese es el sistema democrático: si el gobierno es mejor o peor no depende de él sino, justamente, de los ciudadanos. Son ellos, como cuerpo electoral los que eligen el gobierno, en una elección que es un acto fundamental de la vida institucional.
Queda claro, entonces, que el ciudadano es parte integrante del sistema político, puntal tan básico como que de él dependerá la elección de un partido u otro, un presidente u otro, un legislador u otro.
Desgraciadamente es asunto muy generalizado que se mire esa decisión electoral como un acto ajeno, porque al ser colectivo y no personal se le observa en lejanía. Naturalmente, con el correr de dos siglos, aquella democracia original de los EE.UU., en que imaginaba un régimen solo con Estado y ciudadanos, dio pasos a organizaciones intermedias, que ordenaran y canalizaran la diversidad de opiniones individuales, o sea los partidos políticos. Así, en el mecanismo de la democracia representativa, los partidos pasan a ser fundamentales. Naturalmente, en ellos puede caber todo y con el correr del tiempo unos crecen, otros se debilitan o desaparecen y así sucesivamente. En su apreciación, sin embargo, volvemos a lo mismo: se les hace responsables de todo lo que pasa sin advertir que no son ni mejores ni peores que los ciudadanos que lo integran.
Si un partido no gusta, vótese otro. Y si se llega a la idea de que ninguno es suficientemente representativo, fórmese otro. Siempre dentro de lo que es la actitud de afirmación y no de rechazo. Nada puede construirse simplemente vituperando. Hace veinticinco siglos, Aristóteles advertía que, así como la monarquía podía devenir tiranía, que era su forma espuria, también la democracia podía degradarse por la demagogia, o sea esa forma de explotación de la credulidad ciudadana mediante promesas incumplibles, agravios de todo tipo y cultivo de emociones circunstanciales.
Hablar de "los políticos" como si fuera algo uniforme y homogéneo es un desatino, porque por definición son diferentes, opinan distinto, actúan distinto, unos son más reformistas, otros más conservadores, algunos demagogos otros serios, en fin, la variedad del espectro.
Ahí llegamos a otro punto: está de moda en el mundo preferir a quien no tiene conocimiento ni trayectoria en el tema, por verlo incontaminado, mejor que a quien ha dedicado la vida al servicio público. Si tenemos que operarnos de algo serio, queremos que lo haga el más experimentado, el que haya hecho más operaciones de ese tipo. Lo mismo si elegimos un abogado para un juicio, entre un avezado profesional y un recién recibido no hay duda. Pues bien: en el manejo de la máquina compleja que es el Estado, hoy también hay una relación muy entrelazada con la sociedad, parece preferible alguien que no conoce nada. Los resultados están a la vista, ahí andan los Trump en la derecha o despistados absolutos como el maestro Castillo en Perú, que llevó al país a la crisis que hoy vive simplemente por no entender la cuestión, más allá de sus buenas intenciones.
De todo esto resulta asumir, una vez más, que la democracia se basa en el juicio ciudadano. Que la Constitución es un reglamento de juego, que no asegura la calidad de un gobierno. Este será el que elija la gente y si ella no lo hace bien, podrá corregirse con otro voto ciudadano. Voto ciudadano, repetimos. No tiene la culpa la democracia, ni el sistema institucional, que elijamos al que nos promete paraísos, que, como bien se sabe, no existen en el mundo real. Todo depende, entonces, del compromiso ciudadano, de que cada cual se sienta parte del sistema y no mire desde afuera como si no tuviera nada que ver. No es así: tiene que ver. De él depende.