De nuevo en blanco y negro
Por Julio María Sanguinetti
Nuevamente se ha puesto al país, en blanco y negro, ante el dilema de la despenalización del aborto o su estigmatización y condena penal. Quienes creemos que es profundamente injusto condenar como delincuente a una mujer que interrumpe un embarazo no querido, asumimos que el aborto es un fracaso, una situación penosa, pero nunca un delito. Por eso, pese a que la actual ley despenalizadora nos merece algunas críticas, la vemos como un avance de nuestra vieja legislación, que castigaba con la prisión a quien abortaba y a quien hubiera asistido a la mujer en ese procedimiento. Y nos parece negativo, en estas circunstancias, un planteo de referéndum que se lanza contra viento y marea, no como una consulta serena sino como una campaña tremendista, con argumentos irrespetuosos para quienes no piensan como sus patrocinantes.
El hecho social incuestionable es que el aborto existe. En el mundo entero. Y por eso, los países más afines a nuestra concepción filosófica y moral (Francia, España, Italia, EE.UU.) le han despenalizado y aceptado que aun los servicios sanitarios públicos ofrezcan asistencia a mujeres en ese trance.
Podemos ignorar ese hecho social, pero no es responsable ni ético hacer como que no existe lo que existe y existirá. Del mismo modo que no podemos ser indiferentes ante la discriminación de que las mujeres más pobres correrán mayores riesgos al carecer de la adecuada asistencia médica.
Las razones para interrumpir el embarazo son muchas y profundas. Reconozcamos que ninguna mujer aborta graciosamente. Si lo hace es porque no está en condiciones de asumir una maternidad responsable, porque su pobreza se lo impide, porque se expone a una condenación social grave, porque no desea tener un hijo que pudo ser el resultado de una relación casual, o aun una violación u otra situación no querida.
La maternidad es un hecho volitivo. No puede ser el resultado de la resignación, para traer al mundo una vida sin la voluntad de hacerlo y, en la mayoría de los casos, sin la posibilidad de ofrecerle lo mínimo. La maternidad requiere amor, voluntad, alegría creadora; nunca puede ser la condena a un mal momento que pesará para siempre en la vida de la madre y del hijo.
También es un hecho que los matrimonios muchas veces fracasan y se quiebran. Y por eso la gente se separa y luego reconstruye su vida en otra unión. Hay concepciones religiosas —el catolicismo, por ejemplo— que siguen condenando el divorcio y la nueva unión. Las legislaciones, sin embargo, han reconocido el fenómeno colectivo y procurado que mujeres y hombres tengan el derecho a legitimar su vida conyugal. En nuestro país eso ya no se discute como ocurrió, pasionalmente, hace cien años, ni nadie cree que haya inmoralidad alguna. No son situaciones idénticas, pero sí análogas en cuanto a la proscripción moral.
Se insiste en que la vida comienza en la fecundación y que por lo tanto es un homicidio interrumpir el embarazo. Que hay una expresión de vida, no hay duda. Que nos encontramos con una persona, ya titular de derechos y obligaciones, no. Antes de las 12 semanas hay un feto pero no una persona humana. ¿Una potencialidad de vida? Sin duda, pero no una persona. Un óvulo fecundado in vitro en una probeta es una vida en potencia, pero no una persona y no es un homicidio destruirlo.
¿Por qué 12 semanas? Porque se considera fehacientemente que antes de ese lapso no existe el mínimo de capacidad neurológica para desarrollar una vida autónoma.
Las legislaciones normalmente van más allá. Para la mayoría, como la francesa, por ejemplo, solo hay una persona cuando se ha producido el nacimiento y una primera respiración (sentencia de la Corte de Casación del 25 de junio de 2003). Aun desde el punto de vista moral el debate se plantea y vastas corrientes de pensamiento religioso consideran que el nacimiento es el “umbral decisivo” de la vida (concepción protestante). Incluso en nuestro medio el Padre Pérez Aguirre sostenía lo mismo.
Es muy importante distinguir estos dos ámbitos, el jurídico y el moral. Podrá alguien considerar inmoral un acto, pero no por ello debe ser delito. Como ha dicho el jesuita español Juan Masiá Clavel: “Si una legislación despenalizadora del aborto en determinados supuestos pretende, entre otras cosas, evitar abortos clandestinos, eso no significa justificar moralmente estas interrupciones. No hay responsabilidad ante la ley, sino ante la conciencia. Ni las leyes penalizan cuando está mal, ni la despenalización de algo lo sanciona como bueno. No constituir delito no significa estar moralmente justificado. Ni que algo esté moralmente mal justifica tipificarlo como delito. Defendiendo la vida y evitando fomentar abortos, se puede asentir a ciertas despenalizaciones, para evitar abortos clandestinos o la estigmatización social de abortantes” (“El País”, Madrid, 13 de mayo de 2013).
A nuestro juicio, la interrupción del embarazo dentro de sus primeras 12 semanas no es delito ni es tampoco un hecho inmoral, en la medida que la madre carece de la voluntad de llegar a la maternidad. No es algo deseable pero tampoco inmoral. Por supuesto, entendemos que haya otras concepciones éticas, pero nuestra moral laica, fundada en la filosofía liberal, asume este hecho dentro del ámbito de la libertad de conciencia de cada uno. Esa moral laica es la que, a lo largo de dos siglos, ha logrado emancipar a la mujer de un matrimonio concebido como esclavitud, le ha reconocido sus derechos políticos y civiles, le ha dado la posibilidad de disolver un vínculo conyugal o de requerir una investigación de paternidad en caso de su negación. Esa misma moral es la que levanta la maternidad como un hecho de la mayor relevancia, que no puede asumirse sin voluntad ni afecto.
El Estado no puede imponer un aborto. Tampoco una doctrina moral, ampliamente controvertida en el mundo entero, puede imponerle a la generalidad una prohibición. Cada mujer podrá actuar conforme a su conciencia. Y ello ha sido un avance histórico en el pensamiento occidental.
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