Por Julio María Sanguinetti
El lunes y el martes pasados han sido días hermosos para nuestra democracia. Se han conmemorado los 50 años del golpe de Estado con ceremonias de fuerte contenido republicano. Tanto la recreación nocturna de la sesión del 26 de octubre de 1973 como el mensaje conjunto del Presidente de la República acompañado de los tres ex Presidentes, fueron fuertes. A ellos se añadieron, además, algunos interesantes testimonios periodísticos, como el programa del periodista Alfonso Lessa en Canal 5 en el que estuvimos los tres "eméritos" y que puede verse completo en: https://youtu.be/ljKkqda1rZQ
Hubo emoción, compromiso, acompañamiento de la ciudadanía y un eco muy fuerte en nuestra vecina Argentina donde, una vez más, aparecimos como una isla casi paradisíaca, en una visión admirativa que amplifica nuestra realidad.
De todo eso resulta -o debiera resultar- un real compromiso cívico de confirmación. De que el incierto futuro que la región y el mundo le imponen al país lo abordaremos desde la institucionalidad y un ejercicio político respetuoso y maduro, todo lo polémico que sea, pero desde un espíritu tolerante.
Paralelamente, también estos días hemos escuchado a muchos analistas y algunos historiadores. Pocos realmente se atienen a los hechos de ese pasado cuyas consecuencias en algunos aspectos siguen proyectando su sombra el presente. A pretexto de descalificar la teoría argentina de los "dos demonios", que surgió del Informe Sábato condenando a montoneros y militares, se mira nuestra realidad minimizando el rol central de la violencia política. Moralmente, no igualamos la violencia guerrillera a la del Estado, porque los militares violaron un juramento solemne y usaron torcidamente las armas que el pueblo puso en sus manos para defenderlo. Políticamente, sin embargo, no se puede ignorar que aquella soberbia armada, que inspirada en Cuba quiso hacer aquí una revolución, fue fundamental para ese proceso que va introduciendo a las Fuerzas Armadas en la vida política.
Ese grupo, en 1963 proclamó la necesidad de una revolución y así lo escribió y dijo en proclamas que felizmente documentan la intención. Desoyó hasta el consejo que rotundamente ofreció el Che Guevara en 1961, cuando en el Paraninfo elogió la democracia uruguaya como única en América Latina y descartó el camino de la violencia.
Se escuchan teorías y de a ratos parece que esa guerrilla no tenía una idea revolucionaria y que era algo fantasiosamente preventivo de un golpe de Estado que no estaba en el panorama.
Es verdad que la situación económica era difícil y que enfrentábamos un mundo comercial con caída de los precios de las materias primas. También lo era que, como consecuencia, había fuertes protestas sociales. Tampoco se puede ignorar que la guerra fría operaba para que el eje Moscú-La Habana estimulara guerrillas y el Pentágono golpes de Estado para enfrentarlos. No desconocemos que había muchos cuestionamientos a los políticos en general, pero los llamados "privilegios" habían sido todos barridos en la reforma constitucional de 1967 y solo fueron usados como un pretexto por los golpistas.
Ninguna de estas circunstancias ameritaba un golpe de Estado. Se traen a colación las medidas prontas de seguridad del gobierno de Pacheco como si no fueran constitucionales y no resultaron avaladas por el Poder Legislativo, como efectivamente ocurrió. Por cierto, ellas revelaban la anormalidad de la situación, pero ésta venía de atrás, cuando no estaba Pacheco en el gobierno.
La cuestión de fondo es que había un descrédito de la propia democracia liberal y en todos los ámbitos intelectuales y políticos de aquellos años, se la despreciaba. Se la consideraba una "cáscara vacía", porque subsistían la desigualdad y la pobreza.
Por suerte, esta es una batallada ganada. Con sangre, desgraciadamente. Con dolor. Pero hoy a nadie se le ocurre que para luchar contra la pobreza hay que cargarse a la democracia. Y aquí nace el gran compromiso: preservarla. Para lo que hace falta una respetuosa disidencia, el debate claro pero respetuoso, no caer en la descalificación personal del adversario, respetar sustantiva y aun formalmente a las autoridades electas por el pueblo. Seamos claros con un ejemplo: si un grupo sindical insulta al Presidente tratándolo de "mentiroso", quizás no se de cuenta que está cayendo en una actitud antidemocrática propia de una mentalidad fascista.
Es una utopía imaginar una sociedad de unanimidades. Una utopía peligrosa, además. Porque revelaría una uniformidad de pensamiento propia de la atonía ciudadana. La democracia requiere debate, porque no es nunca un consenso unánime. Es, en cambio, una administración de los disensos. Un sistema de respeto y razonabilidad que organiza la diversidad para poder gobernar.
Para que el "Nunca más" sea algo más que una frase, es que debemos asumir ese compromiso. Nunca más golpe de Estado, pero nunca más violencia política. Nunca más soberbia militar, pero tampoco nunca más soberbia armada venga de donde venga. Nunca más terrorismo, pero nunca más todos los terrorismos y no solo el del Estado.
Solo así, el "Nunca más" adquiere una real vigencia. No dudo que quienes vivimos el tiempo de la violencia, hoy lo entendemos. Por eso es fundamental que se lo traslademos a los jóvenes que no lo vivieron. Para que sientan que esta libertad y esta paz de hoy, es un gran bien a cuidar en el día a día.