Por Julio María Sanguinetti
Se han escuchado voces parlamentarias proponiendo construir una nueva sede para el Poder Legislativo y conservar el clásico "Palacio" como una referencia museística.
Los argumentos parten de que el edificio está sometido a un sobreuso, que acusa muchos desgastes y que su mantenimiento se hace cada día más difícil. Nuevas instalaciones, nuevas necesidades, estarían llevando a una degradación progresiva.
Aparte de la debilidad de estas presuntas razones, imaginar que la democracia uruguaya va abandonar su mayor símbolo es una inexplicable claudicación republicana. El Palacio Legislativo, inaugurado en 1925, luego de un largo proceso en que el impulso de Batlle y Ordóñez fue fundamental, marcó el comienzo de las celebraciones del primer centenario de la República, culminadas con el Estadio epónimo. El templo republicano, el templo popular.
En este siglo ese "Palacio" ha simbolizado la peripecia de la vida democrática. Se han vivido allí las glorias y los dolores propios del gobierno del pueblo. Hace cincuenta años lo cerró un cuartelazo y no hay imagen más sombría de nuestra historia que esa, la de los mandos militares caminando por Pasos Perdidos, pistola al cinto. Hace 38 años celebramos allí el retorno a la democracia, con el mundo entero saludando el reencuentro de Uruguay con su más profunda tradición. Estaban Alfonsín y Felipe González; Seregni y Wilson junto a nosotros, los colorados.
En un país con solo dos siglos escasos de vida independiente, el que protagoniza "el Palacio" es el de la consolidación de la estructura democrática que hasta hoy nos rige y orgullosamente nos distingue. Su construcción fue el gran símbolo y la República reclama símbolos, como toda institución trascendente.
No imaginamos que Gran Bretaña pueda instalar su parlamento fuera del Palacio de Westminster. Ni caben todos los legisladores, pero a nadie se le ocurriría trasladarlo. Está allí, en ese lugar, desde 1295, con modificaciones y reconstrucciones, pero es la historia del país y del parlamentarismo universal. Ni las bombas nazis bombardeando Londres e hiriéndolo pudieron terminar con su existencia. Lo mismo podemos decir del Capitolio norteamericano, el primer parlamento republicano de la historia moderna. Ampliado, modificado varias veces desde 1800, pero marcando con su presencia, junto a la Casa Blanca, la vida institucional del país, en ese formidable espacio que imaginó el arquitecto francés L'Enfant.
Reconocer que nuestro país no puede mantener decorosamente su principal edificio, sería algo de tal modo deprimente que no imaginamos nada más triste, más empobrecedor, hasta más miserable.
Naturalmente, la historia no pasa en vano y los hábitos parlamentarios se han ido transformando. Cuando fui diputado, los legisladores no teníamos despacho. Nos congregábamos en nuestras respectivas bancadas. Atendíamos visitantes en las salas de espera. Nuestra actividad política propiamente dicha se desarrollaba en las sedes partidarias. Desde que está el nuevo edificio "de comisiones" se han instalado allí despachos de diputados y salas de sesiones. Los legisladores concentran todo su trabajo en el Palacio. Las bancadas ya no son un espacio de reunión permanente. Por supuesto, exigencias modernas han impuesto cambios en acondicionamiento térmico, amplificación, iluminación, etcétera. Pero siempre respetando la magnificencia única del edificio, la realización arquitectónica más relevante del país, con un Salón de Pasos Perdidos y las salas de reunión de las Cámaras, como los ámbitos más solemnes de nuestra República.
Es verdad que planteos personales y hasta caprichos, han llevado a instalar mamparas, fragmentaciones de espacios y otras disposiciones discrepantes con la majestad del Palacio. Estamos en la hora de empezar a cambiar esos pequeños agravios y si hace falta pensar en otro edificio para desplazar tareas administrativas o auxiliares, que así sea, pero sin alterar una esencia que hace al país mismo.
Naturalmente, el mantenimiento del Palacio es costoso. Lo fue y lo seguirá siendo. Incluso el exterior acusa serios deterioros. La porosidad del mármol travertino muestra, en las columnas de la entrada principal, rastros indelebles de polución. En cualquier caso, el mantenimiento será siempre absolutamente necesario. Imaginar que un traslado de la actividad legislativa atenúa esa obligación no tiene el menor asidero, porque habría dos locales para atender. La experiencia indica, además, que cuando un edificio deja de cumplir su función original, se degrada más fácilmente. O deja de servir a la sociedad como el inutilizado atrio del Banco de la República, un maravilloso salón solo comparable a Pasos Perdidos. En cualquier caso, no se nos pasa por la cabeza razonar en esa minúscula dimensión económica, porque el país no puede rebajar su institucionalidad hasta ese punto. Sería algo así como que renunciamos a nuestra bandera, porque se deteriora mucho en la intemperie...
Nadie imagina la democracia uruguaya despegada de "el Palacio", dicho así, a secas, porque en nuestro país "el Palacio", el único, en singular, es el de las leyes, el de la representación ciudadana. No hay otro ni puede haber otro.