El cielo y la tierra
Por Julio María Sanguinetti
Occidente, nuestra civilización, ¿qué es sino el resultado sincrético del judeo-cristianismo y el greco-romanismo? Atenas y Jerusalén, “primordial dualidad”, dice George Steiner, de cuya dialéctica somos herederos. De un lado, el desafío monoteísta, la trascendencia, la idea del libro supremo y de la ley de Dios como ley de los hombres; del otro, el pensamiento especulativo, la razón científica, la libertad individual. Esa civilización, que nació en Europa y luego se extendió a América, en su vertiente judeo-cristiana tiene como principales instituciones formales a la Iglesia Católica Romana y, desde otro ángulo, las organizaciones judías del mundo. Lo que ocurra en la Iglesia, entonces, no nos puede ser indiferente ni aun a quienes no profesamos fe alguna y, desde una moral laica, discrepemos frecuentemente con ella.
Baste pensar en la influencia del Papa Juan Pablo II en la confrontación de la libertad occidental con el mundo comunista para advertir hasta qué punto el desafío eclesiástico también baja a la Tierra. Quien conduzca esa institución, entonces, no tendrá divisiones blindadas, como se dice que Stalin desdeñosamente preguntó en Yalta, pero aún alguna influencia posee. Por cierto no es la Iglesia del siglo XIX ni de la primera mitad del XX: en el mundo occidental se ha expandido la secularización (con un retroceso de la presencia religiosa en las actividades públicas) , sucesivos y poco convincentes perdones han reconocido culpas pasadas, las iglesias protestantes pentecostales han crecido enormemente en los sectores populares (como ocurre en Brasil, la iglesia mayor del mundo), el islamismo está hoy instalado con fuerza aun en Europa y los debates sobre ética (matrimonio gay, anticonceptivos, aborto, etc.) la han puesto a la defensiva, en una posición en general minoritaria. La batalla contra el comunismo le volvió a dar en su tiempo una gran motivación y, en ella, Juan Pablo II se erigió como un caudillo popular de dimensión universal. Pero el comunismo desapareció como adversario y el Papa que acaba de renunciar se encontró con una situación muy confusa, sin un gran lema de convocatoria y con fuertes problemas internos.
A un caudillo le sucedió un filósofo, quien tuvo que asumir su tarea en ese cuadro tan difícil, bajo la sombra de un antecesor con el que estaba plenamente identificado, pero cuyo inimitable carisma le caía encima como un pesado sayo. Lo peor fue, además, el conflicto moral producido por las denuncias de pedofilia que hirieron profundamente a la Iglesia y la sensibilidad del propio Papa. La única vez que se le vio lagrimear fue en un perdón que expresó ante víctimas de esas deleznables acciones. De este episodio, sin embargo, emerge una voluntad moral vigorosa, al no esconder la amarga verdad. Quizás esa actitud le sea reconocida por la mayoría de sus fieles. Y decimos mayoría, porque es notorio que existe otro grupo que no se lo ha perdonado, que hubiera preferido el ocultamiento y que sin duda conspiró contra él.
Cansado, herido, mortificado, optó por la renuncia. En la Iglesia es un hecho muy trascendente, inédito, porque los antecedentes que se han desempolvado, en realidad no lo son. Su estado de ánimo no lo ha ocultado. Su renuncia invoca falta de fuerzas para seguir con su empeño, pero también ha hablado de “hipocresía religiosa”, de “divisiones en el cuerpo eclesial”, de rostro “desfigurado” de la Iglesia... Es ostensible que hasta sufrió la traición en su más cercano entorno y que el clima interno le ha amargado en lo más profundo. Su decepción es inocultable y su gesto, respetable por lo que significa como desprendimiento personal, también es un hecho de gran trascendencia institucional y política.
El Papado está asociado a la divinidad. “De la Cruz no se baja”, dijo alguna vez su antecesor, y eso lo repiten hoy muchos de quienes no quieren a este teólogo solitario. Su propia elección él mismo la ha considera de inspiración divina. Introducir la renuncia es ubicar la voluntad humana cuestionando ese mandato superior. Es asumir el papado más como un Jefe de Estado que como un líder espiritual. Podemos juzgarlo hasta como un principio de secularización; como el descenso de un escalón fundamental en el mandato religioso. El cargo baja del Cielo a la Tierra.
El cambio es muy trascendente. Ubica a la Iglesia ante sus responsabilidades mundanas (secular viene de “mundo”) tanto como ante sus deberes religioso. Y eso es también importante para los liberales, fieles a la libertad de conciencia, hoy en pugna con los fundamentalismos y terrorismos que sacuden nuestra civilización. Desde ese liberalismo desearíamos que los ministros de Jesús hagan una buena elección y sientan también esa difícil responsabilidad que les está obligando a cambios muy profundos, que los acerquen a una sociedad que ya no entiende el celibato ni la maternidad como un deber y que no acepta aquellas restricciones a la libertad individual que vayan más allá de los derechos de los demás. Después de todo, como dijo alguna vez el poeta T. S. Elliot —creyente— , “una religión no sólo requiere un conjunto de sacerdotes que sepan lo que hacen sino además un conjunto de fieles que sepan lo que están haciendo”.
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