Por Julio María Sanguinetti
Tradicionalmente, nuestro Estado prohibió el juego hasta que, en 1911, se dicta la gran ley de la segunda Presidencia de Batlle y Ordóñez que autoriza los casinos a condición de construir hoteles. De ese modo nacieron el Parque Hotel y el Hotel Carrasco y así se generó una tradición hasta hoy sostenida: que toda excepción a la prohibición se hacía por ley y siempre a cambio de alguna obra de gran impacto edilicio y social, que repartiría —además— sus ganancias en cometidos de orden social. Los últimos exitosos casos fueron el Conrad, el Hotel Carrasco y el Hipódromo de Maroñas.
Basta hacer esta historia para advertir que el proyecto del Poder Ejecutivo, de marzo de 2014, es, aparte de su discutible constitucionalidad, un intento de atribuir a un órgano del Poder Ejecutivo la facultad omnímoda de regular el juego y otorgar los permisos a su voluntad. Se saca al Poder Legislativo de la decisión, tal cual ha sido la buena tradición histórica. El riesgo es que en el clima de arrebato en que está hoy el oficialismo, así como se pretende instaurar una ley de medios, se intente también imponer una mayoría que sancione este atropello.
En paralelo a este debate hay una realidad que nos muestra dos aspectos igualmente peligrosísimos: los slots o máquinas tragamonedas y los juegos por Internet. Las primeras se han difundido como una marea, que viene creciendo desde hace años, al punto que hoy se habla de 15 mil máquinas clandestinas, a la vista y paciencia de todo el mundo, en bares, clubes sociales, panaderías y hasta gimnasios. Existe ya una sociedad gremial que representa a quienes explotan este juego y que alegan una especie de “democratización” del sistema. Comprendemos que a los negocios de barrio, castigados por todos lados con impuestos, no les viene nada mal una ganancia extra, pero lo que está en juego aquí es un interés colectivo mucho mayor.
No es posible que el Estado resigne su monopolio, que se quiten ingresos a los casinos del Estado y del gobierno departamental con sus conocidos destinos sociales y que —esto es lo peor— se difunda el vicio sin ninguna contrapartida a la colectividad. Es la peor forma de privatización. Estas máquinas están al alcance de jóvenes y niños y vienen generando una enfermedad a la que aludió el Dr. González Fernández cuando contestando una consulta de padres preocupados afirmó que “son una poderosa oferta de incitación al juego y hasta poseen efectos adictivos en el jugador, tanto más si se trata de jóvenes adolescentes capaces de instalar en el apostador el primer paso de un proceso de ludopatía”. Quienes han estudiado esta enfermedad distinguen claramente los juegos en que la respuesta a la apuesta se difiere en el tiempo (lotería, quiniela) a la adicción de los que operan instantáneamente (ruleta, maquinitas). Por eso, éstos últimos deben regularse con un enorme rigor y dentro de un sistema público.
A lo largo de los años, tanto el gobierno departamental como la Dirección de Casinos le han enfrentado. El discutido Bengoa —procesado por otros temas administrativos— realizó numerosos operativos, incluso confiscando máquinas (Últimas Noticias, 27/11/2003). Y el INAU también salió a defender a los niños atraídos por este vicio. El hoy Ministro Ehrlich, siendo Intendente, denunció como muy grave la situación cuando se consideraba la existencia de sólo 2.000 máquinas. Es más: con buen criterio resolvió no conceder habilitaciones a locales comerciales con máquinas tragamonedas, por tratarse de un destino no legal.
La oposición a todas estas medidas se ha basado en que como no hay un delito tipificado para castigarlas, todo es legal. Lo que es un grave error, porque todo juego de azar está en principio prohibido y, por lo menos, es una falta. La “mosqueta” es delito por ley específica, las “tragamonedas” no, pese a los intentos que se han hecho y que nosotros mismos, hace ya muchos años, en nuestro tiempo de diputado, intentamos prohibir. Que no sea delito de ningún modo quiere decir que es legal, porque contraviene el código penal , las normas municipales de habilitación de comercios y la prohibición genérica de todo juego de azar.
Avanza paralelamente otro peligro análogo, que son los juegos por Internet. En EE.UU. Las Vegas autoriza los “casinos on line”, pero el resto del país los persigue, justamente por el temor a la terrible adicción, que se contrae —además— desde la propia casa. La persecución se organiza a través de las tarjetas de crédito. En nuestro país el fenómeno recién avanza, pero ya se habla de grandes organizaciones que pretenden introducirse.
Por encima de cualquier otro interés, nos preocupa la formación de los jóvenes. Si sumamos la caída de la educación, las dificultades de acceso al primer empleo, los males del desinterés y la desconcentración y el jolgorio ya instalado con la marihuana (que avanza sin que nadie le advierta de los peligros que el propio Dr. Vázquez hace poco condenaba), nos enfrentamos ante una sociedad que se despeña, se fractura y condena a un grupo demasiado precioso de sus integrantes. ¿Qué futuro estamos construyendo?