Fútbol, sociedad y violencia
Por Julio María Sanguinetti
El Estado y la sociedad no pueden claudicar y bajar los brazos a la hora de mantener el orden en un especáculo deportivo, dejando en manos de unos pocos energúmenos la suerte de éste.
Llegar al Estadio Centenario y ver una cuarta parte de la principal tribuna vacía y vallada, es una confesión de impotencia. Deja en evidencia que la organización del espectáculo no puede ni siquiera con lo más elemental, lo que asombraría en cualquier país organizado, como lo vemos en la televisión, con sus estadios colmados de un público ordenado, que respeta hasta las escaleras en los días de lleno absoluto.
Ni aun con un recurso tan deprimente como ese se puede impedir que revoltosos alteren un espectáculo. Las tribus urbanas y su cercanía al desmedido uso de alcohol y drogas, es lo que está en el fondo del problema. No es el fútbol por sí mismo sino que, siendo la manifestación popular más difundida, es el escenario privilegiado para se haga ver esa violencia larvada. Todos sabemos que la misma se encuentra hasta en los propios centros de enseñanza, de modo que el problema es muy profundo y va más allá del deporte.
En lo que al fútbol refiere, no es posible bajar los brazos y asumir que no se puede con unos cientos de provocadores violentos. No son más que eso. En el fútbol no son miles ni son los “hooligans” ingleses, muchos de ellos veteranos de guerra desmovilizados. Pero el hecho es que hace dos décadas que hablamos sobre el empleo de los métodos con los que Inglaterra erradicó de los campos de juego a esos marginales y —sin embargo— nada ocurre.
Hace algunos años, incluso, se había dispuesto el disparatado sistema de que perdía los puntos el club cuyos partidarios fueran responsables del desorden. Bastaba que alguien tirara una piedra, para que eso ocurriera, dándole así el poder de alterar los resultados deportivos a estos delincuentes. Del mismo modo, se oyen ahora propuestas de todo tipo, que desnaturalizarían el sentido del fútbol.
No negamos que hay preocupación en los interesados. Se reúnen, se planifican operativos, pero al final nada sirve. Y lo peor es que se ha generado la idea de que esos grupos son los dueños del espectáculo. Si el disturbio del domingo en el Estadio Centenario hubiera seguido diez minutos más, el partido se suspendía. O sea que estos grupúsculos pueden organizarse para terminar con un partido cuando ellos quieran.
¿Es posible bajar los brazos ante esa situación? ¿Nos vamos a resignar así como así?
Ahora estamos de nuevo con el debate. La Policía, los jueces, los clubes, la Asociación Uruguaya de Fútbol, los legisladores, se miran buscando responsables. Individualmente ninguno lo es; colectivamente, todos. Por supuesto, la Policía es la institución del Estado responsable prioritaria del orden público, de modo que ella tiene la principal responsabilidad en el tema. Es una tarea sacrificada y riesgosa. Se la ha ido dotando de medios, pero —nadie sabe por qué— en definitiva, nunca se implementa el procedimiento británico, del cual todo el mundo habla. Su propia actuación parece revelar una falta de órdenes adecuadas, que debilitan incluso su respeto, porque se sabe que si van a mirar a distancia o actuar a destiempo, se favorece a los alborotadores.
Incluso se han dictado leyes específicas, como la ley 17.951 y sus modificaciones, que prevén hasta la incomunicación en una comisaría, en los días de partido, de aquellos que hubieran cometido una falta contra el orden Ni hablemos de los del domingo pasado, que cometieron delitos de lesiones, violencia privada, daños y desacato. Cometieron varios ilícitos, pero el hecho es que eran muy poquitos y no puede ser que aceptemos que tengan ellos, en sus manos, la capacidad de que siga o se suspenda un espectáculo. Ni siquiera estaban enfrentando a una hinchada rival; fue un conflicto que, aparentemente, empezó como una reacción a distancia y terminó con la Policía. Por otra parte, esos otros energúmenos que reivindicaban un asesinato, ¿no pueden ser identificados y juzgados por su apología del delito?
Cada vez que ocurre un episodio de esta naturaleza mueve a la solidaridad con la Policía sus funcionarios lesionados. Pero basta que éstos cometan un error, para que se les recaiga, implacable, la crítica sobre su actuación. Da la impresión que realmente falta decisión, una decisión colectiva para instalar de una buena vez el sistema británico y aplicar rigurosamente las leyes que ya existen. Y para que la idea de que la prevención es imprescindible no conduzca, equivocadamente, a que la represión no es necesaria. Está claro que normalmente es imposible detener a todos los responsables de un incidente. Pero hiere la lógica el extremo contrario, de que nadie termine juzgado. En esta ocasión, la Justicia es la que tiene en sus manos la decisión de comenzar de verdad un proceso de recuperación de la autoridad o volver a resignarnos con sanciones parciales que a los pocos días se olvidan.
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