García Márquez y nuestro tiempo
Por Julio María Sanguinetti
En la actual generación, es claro que los jóvenes se identifican particularmente con la música. Ninguna otra fuerza convocante adquiere su intensidad. En mi juventud, además de la música (que siempre tuvo su apelación), la literatura latinoamericana fue un despertar. La revolución cubana en 1959 había encendido la región de un entusiasmo romántico y ese clima abonaba la sensación generalizada de un continente que comenzaba a alcanzar sus sueños. La revolución luego se fue desgastando y pasó a ser asunto de polémica más que de unidad, entre guerrillas y dictaduras todo se hizo oscuro, pero al mismo la literatura se fue consolidando como la expresión mayor de nuestra civilización.
Cuando decimos “literatura” hablamos de la novela, el género más popular. En la poesía, de círculos más reducidos, ya estaban Borges y Octavio Paz como faros luminosos. Y en la novela, figuras tan notables como Juan Carlos Oneti, por entonces ni de cerca con la difusión actual, que se relanzó cuando el boom de los 60 llevó la mirada hacia lo que se escribía por estos lares.
Esos años 60 están marcados por “La Ciudad y los Perros” de Vargas Llosa, “La Muerte de Artemio Cruz” de Carlos Fuentes, “Rayuela” de Julio Cortázar, “El Siglo de las Luces” de Alejo Carpentier y, naturalmente, “Cien años de soledad” de Gabriel García Márquez, que pasaría a ser —rápidamente— el buque insignia del llamado boom. Fuentes, que siempre fue muy generoso con sus colegas, dijo entonces que era el Quijote del siglo XX y así fue reconocido hasta el punto que hoy se le mira como una obra llamada a perdurar, cuyo influjo traspasó ya dos generaciones y sigue viviendo el mismo éxito.
La muerte de García Márquez ha sido una suerte de jubileo. Desde el New York Times hasta La Nación de Buenos Aires, ciudad donde vió la luz “cien años”; desde México al colombiano pueblito de Aracataca, le han proclamado genio universal. Más allá del Premio Nobel, su literatura hoy es un ícono, aunque el cine —al que mucho le dedicó— no ha sido exitoso en trasladar a la pantalla las fabulosas aventuras de sus personajes.
Poco hay para agregar a lo tanto que se ha dicho estos días sobre él. En lo personal, puedo decir que a lo largo de los últimos veinticinco años, Marta y yo le hemos frecuentado, tanto a él como a su influyente esposa, Mercedes Barcha, sostén fundamental a lo largo de toda su vida. Ameno, ocurrente, afectuoso, la relación personal con él se hacía fácil. No hace mucho le pregunté si seguía leyendo y me respondió: “Leo cuentos cortos, relatos que pueda despachar antes de dormir, Joseph Conrad, por ejemplo…”. No era hombre de criticar colegas, en cambio sí de elogiar a sus amigos, como Alvaro Mutis, el más cercano a su obra, al que iba leyendo los capítulos de “cien años” a medida que les escribía y él luego adornaba en sus ruedas de amigos, al punto que, cuando finalmente salió el libro, le increpó por haberle dejado mal al haberse atrevido a cambiar algunas de aquellas historias que él enriquecía con su charla.
Tenía fascinación por el poder, por el ejercicio del poder político, al que analizaba anatómica y fisiológicamente. De ahí su amistad con Fidel y con Torrijos, con Clinton y con todos —o casi todos— los presidente mexicanos. Le movía la curiosidad y doy cuenta de ello por las preguntas que más de una vez me formuló, especialmente a raíz de los relatos que a su pedido le hice de figuras argentinas y brasileñas, de las que poco sabía y por las que no escondía su curiosidad. Nunca le vi dogmático. Más bien al contrario. Hablaba de la justicia y la libertad como hablamos todos quienes creemos en la democracia, por más liberales o más socialistas que podamos ser. Y no escatimaba críticas para los autoritarismos, como por otra parte lo escribió luego de visitar la Unión Soviética y Alemania del Este en los tiempos del comunismo.
De todo, él hacía un cuento. Cualquier episodio o historia, aun trivial de su vida, terminaba en su boca en una narración colorida, en que convivían el periodista preciso con el novelista imaginativo.
Las celebraciones de estos días abren una nueva vida en su obra: la de la posteridad. El tiempo en que se verá cómo su obra trasciende tiempo y espacio y alcanza el valor de un clásico.
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