Por Julio María Sanguinetti
Otro 25 de agosto transcurrió. Felizmente, es de los feriados que no se corren de día, pero no por ello el país no vivió una jornada de recordación, reflexión y compromiso.
Las noticias que dominaban eran las de la "Noche de la Nostalgia", celebración bien uruguaya, ya una tradición, que este año, naturalmente, quedó en el borde de un tiempo de restricciones y el umbral de una actividad social abierta. No hubo catástrofes, pero una vez más quedó claro que son demasiados quienes no aceptan la responsabilidad colectiva de atenerse a las normas establecidas para la protección de su salud y especialmente la de los demás (deber este último que distraídamente no se asume).
A su vez y como ya es hábito, protestadores varios aprovecharon la ocasión para desplegar pancartas y carteles de reclamo, gritar descomedidamente, a veces de modo insultante, y de ese modo quitarle a la celebración en la Piedra Alta su sentido de unidad nacional.
Es verdad que las ceremonias se cumplieron igual y que mucha gente participó con alegría, pese a las necesarias distancias. También lo es que, desde sus casas, cada familia vivió el día con la libertad de elegir. En todo caso, no nos resignamos a que el país no viva estas celebraciones de modo que las nuevas generaciones reciban información y aun los necesarios debates que hacen a la construcción nacional.
La ignorancia del pasado, decía el gran Marc Bloch, conduce inevitablemente a la incomprensión del presente. De eso se trata. De que la juventud entienda que estos dos siglos pasados fueron un largo y enorme esfuerzo de quienes tuvieron la enorme responsabilidad política y de una sociedad que tuvo que ocupar un territorio casi vacío, hacerlo productivo y poder así edificar lo que hoy es una República en que, dígase lo que se diga, vale la pena vivir.
Ese largo periplo supuso mucho esfuerzo y también violencia, como todos los partos. El país nació como frontera entre el Imperio de Brasil y las Provincias argentinas que, luego de 17 años de lucha, se resignaron a aceptar nuestra independencia. Decimos resignación porque es evidente que ambos miraban a ese Estado que nació de una convención de paz en 1828, como algo que seguramente sería transitorio. Hasta 1865 puede decirse que así se pensaba, pues la intervención extranjera había sido permanente, tanto de los dos grandes vecinos como de las lejanas potencias europeas, especialmente Inglaterra y Francia, que competían en el liderazgo mundial.
Trabajosamente el país se fue organizando y al despertar el siglo XX, la obra fundamental de Batlle y Ordóñez deja atrás el tiempo de las revoluciones y los caudillos en armas, para "armar", valga la palabra, una democracia moderna, un Estado organizado. En este año y medio de pandemia hemos podido ver lo que significa ese Estado contra el que protestamos por su burocracia a veces abúlica y sus impuestos, sin duda pesados, pero que a la vez posee las capacidades para enfrentar una crisis, sea climática, política o sanitaria. Sin un sistema de salud pública histórico, sin una tradición de vacunar, sin una seguridad social capaz de dar rápidamente respuestas, hasta sin unas fuerzas armadas con los medios para abrir o cerrar fronteras, bien sabemos que esto hubiera sido un desastre. Como lo fue en algunos países latinoamericanos, con 600 fallecimientos cada 100 mil habitantes como Perú o 270 como Brasil, mientras que aquí fueron 173, saldo triste sin duda, pero infinitamente menos malo.
De todo esto hubiera sido interesante hablar. Y explicar por qué celebramos esta fecha en que declaramos emanciparnos de Brasil pero, a la vez, reunirnos nuevamente con las Provincias Unidas. Por qué esa declaratoria audaz y esperanzada tuvo que consolidarse en los campos de batalla, en Rincón y Sarandí, para que en Buenos Aires entendieran que no éramos una simple aventura circunstancial sino una nación en forja. Por qué sólo cuando tres años después Rivera asaltó las Misiones y llevó la guerra al territorio brasileño, se terminó de reconocer nuestra capacidad para erigir un gobierno propio, que nació como provisorio en 1828 y se proclamó definitivo cuando juró una Constitución, el 18 de julio de 1830.
Pese a todo, aquí estamos. Se han vivido peripecias de toda naturaleza. Incluso la de una larga década de dictadura, que remontamos hace 36 años, cuando pudimos en paz retornar al ejercicio democrático. Gobernó el Partido Colorado en tres períodos, otro tanto el Frente Amplio, en un período el Partido Nacional y ahora una coalición republicana de cinco partidos. Hay una institucionalidad que funciona, pese al ruido de los debates y el griterío ensordecedor de las redes. Ese es, en definitiva, el gran homenaje que felizmente podemos hacerle a nuestros próceres, expuestos también a la incomprensión y la ignorancia. En su recuerdo, sin embargo, más que nunca debemos afirmarlo. Porque sin pasado, no hay presente, y sin presente no hay futuro.