Edición Nº 1017 - Viernes 22 de noviembre de 2024

La cultura machista

Por Julio María Sanguinetti

Las leyes deben ser asertivas, no simbólicas. El “feminicidio” ya está comprendido en el artículo 311 del Código Penal, no hay vacío legal. Y una nueva figura puede incluso complicar antes que ayudar. Los cambios —imprescindibles— deben producirse en el campo de la cultura, que es la raíz de este problema que ha engendrado tantas tragedias.

Se está proponiendo en el Parlamento crear un nuevo delito, el feminicidio, o sea el homicidio de una mujer. La propuesta está motivada por el constante repicar de abusos en la vida familiar y particularmente por la reiteración de homicidios de hombres a sus parejas. Esos casos incluyen muchas veces el asesinato de los hijos y el suicidio del criminal.

Es natural que haya una reacción y están muy bien las organizaciones que batallan en el tema. Hay que asumir, sin embargo, que no es nada sencillo porque se trata de un cambio cultural que, como todo cambio de esa naturaleza, requiere un enorme esfuerzo educativo. No hay nada más persistente que la mentalidad y en la nuestra está, desgraciadamente, el predominio masculino. Las cuatro religiones monoteístas establecieron la subordinación femenina, pero mientras las judeo-cristianas fueron cambiando ante el empuje del liberalismo, la musulmana persiste en esa idea (y de un modo tan radical que indigna).

La filosofía liberal y democrática fue logrando, en los dos últimos siglos, un gran avance, pero con enormes resistencias. El voto de las mujeres se alcanzó en Europa después de las guerras porque, dada su enorme contribución entre 1914 y 1918, era imposible negarse. Es notorio que todavía hoy el tema es desafiante y cuesta. Basta salir a la calle y observar cómo se trata a las mujeres, tanto por los demás automovilistas, como por esos presuntos limpiavidrios de los semáforos, para advertir que el machismo está ahí, delante de nuestros ojos.

Los movimientos feministas han batallado mucho aunque no siempre bien, porque en ocasiones sus excesos rozan el ridículo y, en vez de abogar por la buena causa, logran lo contrario. El “todas y todos” cuando desde siempre se iniciaron los discursos diciendo “señoras y señores”, ha sido, a nuestro juicio, un retroceso. El fanatismo semántico llegó hasta una ministro española, que en una comisión se dirigió a los “miembros y miembras” para solaz de los machistas, que pudieron reírse a sus anchas.

Cuando aparecieron en nuestro país niñas musulmanas con su velo en las escuelas públicas, dijimos que debía prohibirse, porque era aceptar un símbolo de la subordinación femenina. Las autoridades educativas resolvieron lo contrario, incurriendo en un lamentable extravío de la laicidad y una contribución —involuntaria pero muy expresiva— de la degradación de la condición femenina. Esa sí que es “una  señal” y nuestra voz fue solitaria en el reclamo.

Ahora bien, el establecimiento de un delito específico, concebido como una “señal”, no va a significar nada.

El artículo 311 del Código Penal establece como “circunstancias especialmente agravantes” del homicidio, con una pena de diez a veinticuatro años de penitenciaría, “cuando se cometiera en la persona del ascendiente o del descendiente legítimo o natural, del cónyuge, del concubino o concubina «more uxorio», del hermano legítimo o natural, del padre o del hijo adoptivo”. Los otros agravantes especiales son la “premeditación”, la utilización de “veneno” y si hubiera un homicidio anterior.

O sea que está claro que el “feminicidio” ya está comprendido, como el “filicidio”, de igual perversidad y merecedor de la misma condena. No hay ningún vacío jurídico. Podría decirse que incluso una nueva figura puede complicar más que ayudar, al aplicarse a episodios en que van a convivir el nuevo delito con el tradicional.

Las leyes no están para dar “señales” sino para actuar asertivamente, aprobando o —en su caso— reprobando, pero no para actitudes simbólicas. Como es difícil oponerse dada la buena motivación inspiradora, seguramente saldrá en el parlamento, pero no se equivoquen los movimientos feministas: no significará nada. Lo que sí ha de seguirse es una campaña fuerte —e inteligente— de condenación, un reclamo vigoroso también a los organismos educativos, una acción persistente que pueda golpear sobre esa arraigada mentalidad, e intentar los cambios necesarios.

Hay que batallar y seguir batallando. Los hombres algún día entenderán que, siendo hijos de una madre que les dio vida, ninguna otra mujer será su propiedad sino lo contrario, su compañera si es su cónyuge o bien su responsabilidad y alegría si es una hija o una nieta. Los hábitos familiares son lo principal. En el plano público, las “señales” más importantes deben venir desde lo simbólico, en las parejas notorias, sean artistas o políticos, que en su actitud de respeto hacia sus cónyuges, hagan docencia. Y ni hablar de maestros, mujeres u hombres, docentes en general, que han de inspirar a los muchachos a sentirse más hombres respetando y queriendo, que agraviando o mandoneando. En una palabra, sacarse de la mente la idea de que quien comprende y sigue a su mujer no es “un pollerudo” sino lo contrario, un ser maduro, consciente de su fuerza, que necesita de la fuerza de “la otra” para que la vida valga la pena ser vivida.



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