La “mejor ley de medios”...
Por Julio María Sanguinetti
Hace un par de años, consultado por la prensa internacional sobre los proyectos regulatorios de los medios de comunicación, nuestro Presidente dijo que “la mejor ley de medios es la que no existe”. La expresiva definición fue publicada por la reputada revista “Veja” y ganó el aplauso unánime de la prensa continental, que vive un acoso permanente, desde Venezuela a la Argentina, de Norte a Sur y a veces de Este a Oeste. (Sin ir más lejos, acaba de votarse una “ley mordaza” en Ecuador y la ley argentina ya sabemos el atentado que es). Más tarde, en Argentina, en una cumbre presidencial, se enojó cuando le volvieron a preguntar y contestó: “Yo soy el Presidente de la República. ¡Me tienen podrido con esa pregunta! ¡Podrido! Al Presidente de la República no le llegó absolutamente nada. El día que le llegue ya ha dicho que va a tirarla a la papelera”.
La insistencia periodística que enojaba al Presidente ocurría porque en la Dirección Nacional de Telecomunicaciones estaba funcionando un grupo de trabajo que, bajo el nombre de Comité Técnico Consultivo, estaba elaborando un proyecto regulatorio de los medios de comunicación.
Finalmente el proyecto apareció: largo, farragoso, contradictorio, con nada menos que 183 artículos. Y el Presidente, al pie de su viejo dicho de que “como te digo un cosa, te digo la otra”, explicó que el proyecto se había enviado porque cuando él no tenía noticia hubo un “bombardeo de prensa, de trascendidos” y “nos cayó mal”. O sea que porque él no estaba enterado de que sus servicios estaban elaborando un proyecto, se enojó y entonces resolvió que hubiera ley… Realmente cuesta entender la lógica presidencial.
Ahora el Parlamento es quien tiene la palabra y tendrá que considerar ese increíble proyecto que comienza diciendo que “los servicios de comunicación audiovisual son un elemento estratégico para el desarrollo nacional”. Parece lenguaje dictatorial, porque ¿en qué consiste esa estrategia?
Es verdad que se ratifican en general todos los principios sobre libertad de expresión. Pero luego, en particular, hay una alambicada enumeración de prohibiciones y restricciones cuyo propósito nunca queda claro o, cuando éste se puede entender, difícilmente pueda pensarse en un resultado práctico. Esa obsesión por regularlo todo es la peor técnica legislativa, especialmente en una materia que —al referir a la libertad de expresión— es muy delicada.
En una palabra, aplicada de buena fe y sin ánimo persecutorio, esta ley podría ser mala pero no demasiado peligrosa. A la inversa, interpretada con ánimo de limitar a los medios, sin duda es |un útil instrumento para el Torquemada de turno y eso es lo que nunca debería facilitar un texto legal, especialmente cuando se regulan incluso aspectos muy importantes de los contenidos.
Más allá de vueltas, todo termina, al final de cuentas, en un “Consejo de Comunicación Audiovisual” que controlará y fiscalizará la aplicación de la ley, apoyada por una “Comisión Asesora” y un “Ombudsman”. Estos organismos burocráticos, de mayoría gubernamental, deberán entender en asuntos tan borrosos como cuestionar una comunicación que no es “plural”, o no es “igualitaria”, o no es “inclusiva”, o cuando es “sesgada”, criterio en el que nuestro actual gobierno es Premio Nobel porque basta observar los medios oficiales para saber qué es lo “sesgado” (en el caso, a favor de la autoridad).
Lo grave es que el Poder Ejecutivo puede sancionar y hasta cancelar autorizaciones sin una intervención judicial que debiera ser la garantía fundamental, tratándose —como se trata— de libertad de expresión.
Por cierto, se sigue diciendo que no se regulan los contenidos, cuando efectivamente se limitan, especialmente la publicidad a la que se la mira como un dechado riesgos y maldades que amenazan nuestra cultura y la personalidad infantil. Vemos, así, el horario de protección al menor, que es de 6 a 22 horas —o sea, casi todo el día— y prohíbe cosas tan vidriosas como “truculencia” o la pornografía entendida en el amplio sentido de “provocar la excitación sexual del receptor”. ¿Qué película o serial actual no queda comprendida en este concepto? Ni los informativos de televisión, que en verano muestran jóvenes en la playa, podrán sobrevivir. Hasta se disponen limitaciones sobre el modo de publicitar los “juguetes”. Como dice la vieja frase, de lo sublime a lo ridículo no hay más que un paso.
Se restringe particularmente el espacio en los niños, más allá de las razonables limitaciones sobre violencia y pornografía. Una detalladísima regulación procura fundamentalmente desincentivar el consumo y hasta limitar la aparición de ciertas figuras. Se prohíbe que aparezcan en la publicidad niños menores de 13 años, salvo “en anuncios donde la apariencia es un elemento del ambiente”. ¿Qué querrá decir? Esto es un defecto común de la ley: abrir el camino para interpretaciones muy caprichosas.
En el casuismo en que se incurre, por ejemplo, se ratifica enfáticamente la libertad de comunicación, salvo en “eventos de interés general para la sociedad”, que resultan ser específicamente los mundiales de fútbol y básquetbol, sean finales o clasificaciones de nuestras selecciones. Es bastante risible que una pomposa ley que habla de los superiores objetivos de la educación termine calificando como del máximo interés de la sociedad actividades que son de entretenimiento a las que, por otra parte, el público siempre ha podido acceder en condiciones razonables y en las cuales el Estado no debiera nunca introducirse. Llega a disponer que si no hay un medio interesado en ofrecer ese partido gratuitamente, el Poder Ejecutivo lo dispondrá y si el organizador (la FIFA, por ejemplo) no está en Uruguay, la obligación de acceso recaerá “sobre el titular de los derechos exclusivos que asume a la retrasmisión en directo”. O sea que el Estado se introduce en los contratos privados de un negocio de publicidad donde hay legítimos intereses de las partes. Por este camino, se terminó en Argentina con el “fútbol para todos”, muy demagógico, muy simpático, pero que le cuesta a la sociedad cientos de millones de dólares para que nos divirtamos los aficionados al fútbol, que somos muchos pero no mejores que quienes gustan de los conciertos, las óperas o los programas históricos.
También hay normas que imponen horas para programas de ficción nacional, de los cuales la mitad deben ser de “producción independiente”. O sea que no pueden producirlos los canales. Son medidas proteccionistas que van a terminar normalmente en lo contrario que procuran, como siempre ha pasado en estos casos, en que lo que se logra es bajar la calidad.
Por supuesto, hay muchas limitaciones a la titularidad de licencias de radio o televisión, en función de la búsqueda de evitar monopolios. No es ese, ciertamente, un problema en nuestro país, donde —por más que se hable de monopolios— podemos hablar de excesivas señales y nunca de falta de competencia, especialmente en un mercado que no es San Pablo o Buenos Aires. También se disponen plazos para las licencias que son de 10 años en las radios y 15 en la televisión. En un mundo de revolución técnica, que impone constantes inversiones, ¿son estos plazos adecuados? ¿No nos conducirán a bajar la inversión y por consiguiente la calidad? ¿No es un camino para limitar la independencia de radios y canales?
Realmente nos parece muy preocupante una ley tan casuística, tan llena de detalles, prohibiciones y definiciones confusas. En nuestro país no se termina de entender que cuanto más particular es una regulación, más espacio ofrece a evadir sus principios. Es una típica legislación de sospecha, temerosa de todo, ubicada en las antípodas de aquello que en un principio decía nuestro Presidente. Por eso hoy, lo mejor que puede hacer el Poder Legislativo es archivar la iniciativa hasta nuevo aviso. O, a lo sumo, dictar cuatro o cinco disposiciones generales sobre las libertades y garantías básicas, distribuyendo con equidad las competencias del Poder Ejecutivo, el que administra el espectro, y del Poder Judicial, que garantiza a todos los ciudadanos el ejercicio de sus libertades.
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