La renovada crisis del Mercosur
Por Julio María Sanguinetti
Probablemente, la Cancillería uruguaya tenga alguna razón cuando dice que el artículo 12° del tratado del Mercosur y el 5° del Acuerdo de Ouro Preto, establecen la rotación presidencial sin condicionamiento alguno, de lo que se inferiría que es automática. Sin embargo, no ha sido esa la interpretación que se le ha dado tradicionalmente a ese trámite, formalmente cumplido en un acto solemne de entrega y asunción del cargo.
Lo que no se puede ignorar es que resulta incomprensible que asuman la presidencia del grupo un Presidente y una Canciller que no solo representan un gobierno autoritario sino que, además, no han escatimado agravios e insultos hacia otros socios, en ese estilo que no se veía desde los muy viejos tiempos de la Unión Soviética y que hoy solo cultiva la extraterrestre Corea del Norte.
Venezuela ya no ofrece dudas para la opinión internacional: adolece un gobierno que, si tiene la legitimidad de origen de una elección presidencial, ha perdido la legitimidad de ejercicio que supone respetar los principios básicos de la Constitución. Es notorio que la separación de poderes no funciona: la Justicia está subordinada y el Parlamento, una vez que quedó en manos de una abrumadora mayoría opositora (112 en 167 miembros), ha sido vaciado de competencias de un modo arbitrario e inconstitucional. Líderes opositores relevantes están presos; órganos de prensa fundamentales, como Radio Caracas Televisión, están cerrados por decreto; el gobierno amenaza incluso con disolver un Parlamento al que ni siquiera acata. El único débil hilo que une al régimen con la Constitución es la posibilidad del referéndum revocatorio que han pedido los ciudadanos, conforme a derecho. Ante esa amenaza, el gobierno dilata y enturbia el procedimiento, manejando arbitrariamente el órgano electoral.
El régimen sabe que cualquier pronunciamiento popular que se abra le será diametralmente adverso. Por eso demora esa posibilidad a fin de que, en último caso, se llegue al año que viene, para que la caída del Presidente no conduzca a una nueva elección sino a su sustitución por el Vicepresidente (que es lo que dispone la Constitución para el caso de una vacancia presidencial en los dos últimos años del mandato).
Una comisión de tres ex Presidentes, propuesta por Unasur, intenta una gestión de buenos oficios, propiciando un diálogo que no avanza. Toda su gestión se debiera reducir hoy a que funcione ese referéndum creado en la Constitución chavista y que ya sirvió para ratificar la Presidencia del finado coronel en el 2004. La gestión languidece pese a los apoyos internacionales que recibe. Son los tres ex presidentes ciudadanos honorables, de clara vocación democrática, pero hoy están expuestos a una prueba de honor que les compromete de un modo muy profundo. Su gestión no puede diluirse en vericuetos legales y trampas procesales. Tampoco dilatarse más allá del lapso necesario para que se vaya a elecciones, de ser favorable el pronunciamiento popular. Toda otra cosa sería una farsa.
Mientras prendemos velas a esa posibilidad de recambio, el Mercosur está paralizado. Ha cambiado su rumbo político. Tres de sus cuatro gobiernos no son chavistas. El uruguayo zizaguea, encerrado entre una Cancillería que piensa igual que los demás y un partido de gobierno que continúa, inexplicablemente, adherido a una solidaridad populista que, a esta altura, es un esperpento. El Ministro Nin habla de “democracia autoritaria” para cubrir con un eufemismo la realidad dictatorial. El Presidente Vázquez se abroquela en la idea de que no hay “ruptura institucional” porque ni cayó el gobierno ni se cerró el Parlamento, como si éste pudiera realmente ejercer su función.
Paraguay, con razón, sostiene que Venezuela no ha cumplido ninguno de los presupuestos básicos del sistema. Esto es obvio y lo fue siempre. Fue un disparate incorporar a un acuerdo de libre comercio a un Estado cuyo comercio exterior es administrado exclusivamente por el gobierno, o sea que no es libre por definición. Aquel acto inspirado exclusivamente en un compadrazgo populista, hoy desnuda su irracionalidad. Pero va más allá: ¿qué nuevo atropello se necesita para reconocer que estamos ante una dictadura?
Los plazos se van agotando. No pueden ser indefinidos. Si hubiera buena fe del gobierno venezolano, todo sería posible y se podría a un acuerdo honorable, que abra un espacio a un pronunciamiento popular y se establezcan las bases de una reconciliación excluyente de persecuciones. Las transiciones democráticas de los años 80 ofrecen todas las fórmulas posibles. Pero ha de partirse de la buena fe del gobierno. De lo contrario, puede llegarse a lo que nadie desee: a que retorne a nuestro hemisferio el arbitraje militar de las situaciones de crisis a las que el sistema político no es capaz de encontrar soluciones pacíficas. Nada más ni nada menos es lo que está en juego.
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