Por Julio María Sanguinetti
En su fundacional libro "El Espíritu de las leyes", que desde 1748 hasta hoy sigue inspirando la doctrina democrática, Montesquieu dice: "Cuando en la misma persona o en el mismo cuerpo de magistrados se hallan reunidos el poder ejecutivo y el poder legislativo, no hay libertad, porque se puede recelar que el mismo monarca o el mismo senado promulguen leyes tiránicas para aplicarlas tiránicamente. Tampoco hay libertad si el poder judicial no se halla separado del poder legislativo y del poder ejecutivo. Si se encuentra unido al legislativo, sería arbitraria la potestad sobre la vida y la libertad de los ciudadanos, pues el juez sería legislador. Si se presenta unido al poder ejecutivo, el juez podrá tener la fuerza de un tirano".
Ese sabio principio inspira a nuestra República desde sus raíces, tanto como que las célebres Instrucciones de 1813, primer texto constitucional, lo recogen con precisión y rotundidad.
Solo en los excepcionales períodos de irregularidad institucional no se le ha reconocido y hasta se diría que, aún en ellos, quienes actuaban de facto lo invocaban, pretendiendo aplicarlo, aunque fuera por vía espuria.
En los últimos tiempos han aparecido episodios muy llamativos, en que algunos jueces han pretendido, de modo espectacular, erigirse, como dice Montesquieu, en legisladores y aún en titulares del poder administrador. Es una tendencia muy peligrosa, tanto como pueden serlo los desbordes de cualquiera de los otros poderes sobre la independencia judicial. Naturalmente, estamos hablando de episodios, nada más, en el marco de una actuación del Poder Judicial que sirve con seriedad a los valores de la República. Este respeto general de que goza nuestra Justicia, no inhibe, naturalmente, que podamos discutir públicamente algunos de esos fallos específicos, cuando se advierte que van más allá del derecho y de los necesarios equilibrios de las instituciones.
Ya ocurrió con un magistrado que le ordenó al Poder Ejecutivo otorgar vivienda a ciertos ciudadanos, como si los derechos programáticos de la Constitución pudieran ser ejecutables a cualquier precio y circunstancia. Ahora estamos ante un caso que por su naturaleza sacude a toda la sociedad.
Impedir una campaña de vacunación, que no es obligatoria, cuando el Poder Ejecutivo se basa en un asesoramiento científico incuestionable, es un episodio grave. Máxime cuando ello se hace con la "barra" movilizada en la puerta del Juzgado, celebrando el ataque a las vacunas de las que prejuiciosamente vituperan, sin base científica alguna. Es lo que Alain Finkielkraut explica, en La Derrota del Pensamiento, mostrando como esos grupos de movilización toman una bandera y "cancelan" toda clase de razonamiento, por la descalificación de quien piense distinto, ubicado siempre en el territorio difuso de la inmoralidad o el sometimiento a un poder espurio. Es la tiranía de los grupos organizados. Una suerte de "tribalización" que se asienta cómodamente en el manejo de las redes.
Más allá del eventual prejuzgamiento del juez actuando y de la falta de legitimación del denunciante, hay una insensatez de actuación solo explicable por el espíritu militante del magistrado. El recurso de amparo, legislado con precisión y espíritu restrictivo, trata de preservar el derecho de una persona ante la "actualidad" o la "inminencia" de un daño, lo que hace ridículo esa suspensión 13 meses después de iniciada la campaña de vacunación y cuando nadie ha demostrado perjuicio alguno.
Se supone, además, que el recurso opera "cuando no existen otros medios judiciales o administrativos" para lograr la protección del derecho en riesgo. En el caso no ocurrió nada de eso, pero además, y esto es lo fundamental, el recurso procede en casos de "ilegitimidad manifiesta". Una campaña de vacunación en medio de una pandemia universal, no puede ser "ilegitimidad manifiesta". Solo en un delirio puede hablarse de algo así. Podría discutirse la conveniencia, los mejores modos de enfocar al tema, que en todo caso no son temas judiciales, pero nunca la "legitimidad": el Estado actúa en nombre de sus obligaciones constitucionales y legales de preservar la salud de la población.
Felizmente, hay una muy buena jurisprudencia sobre el recurso de amparo, que establece claramente su excepcionalidad, la que define con mucha precisión la ley. No dudamos que esa sana doctrina valdrá para rectificar esta decisión desorbitada. En todo caso, estamos ante una preocupante expansión de competencias que se va abriendo camino lentamente. Primero fueron los medicamentos, que por razones humanitarias se aceptaron, aunque el Estado proveía de tratamientos adecuados; simplemente, no eran lo que solicitaban las personas enfermas. Predominó un noble sentimiento, pero luego fuimos entrando en todo este desafuero de invadir competencias. Por ese camino, no faltará quien le imponga al Estado proveer un empleo a cada desocupado.
No son juegos chistosos. Son temas muy serios, que institucionalmente pueden arrastrarnos a degradaciones no queridas. Las "tribus mediáticas" se organizan para presionar y a veces terminan encontrando algún juez ansioso de popularidad mediática. No han sido muchos, pero el riesgo es evidente. Y hay que denunciarlo a toda voz para prevenirlo.