Edición Nº 1017 - Viernes 22 de noviembre de 2024

Los puntos sobre las íes

Por Julio María Sanguinetti

Un saldo confuso nos deja el debate sobre la llamada ley de despenalización del aborto. Se esgrimen argumentos tremendistas y rotundos, cuando todo parece estar muy lejos de ese mundo dogmático en que más que discutir se agravia.

Primera afirmación. Nadie glorifica el aborto ni lo considera un éxito. Obviamente, es siempre un fracaso, una grieta en la vida de una mujer, algo que debió evitarse si no mediaba la voluntad de procurar una maternidad.

Segunda afirmación. No es aceptable la solución dogmática de considerar homicida a quien procura un aborto. Seguir sosteniendo que un feto de menos de 120 días es una persona titular de derechos y obligaciones, con conciencia y voluntad, debería asumirse que es por lo menos discutible. Una probeta con un ovulo fecundado y congelado, ¿es también una persona y quien lo destruya un homicida? Que existe una potencialidad de vida, es evidente. Que haya allí, desde ya, una persona, no es demostrable, cuando no media una existencia autónomamente viable.

Tercera afirmación. El verdadero debate es si cabe penalizar a la mujer que, por circunstancias de su propia vida, se hace un aborto, presionada por razones económicas, sociales o sentimentales. Siempre es un momento penoso, angustioso, al cual ninguna mujer afronta alegremente. Llega al mismo porque siente que no está en condiciones de asumir una maternidad responsable, normalmente con un padre que se esfumó o circunstancias sociales y económicas que le impiden una crianza que desearía. Además de pasar por ese trance, ¿hay que castigarla penalmente, eventualmente mandarla presa, junto a quien la ayudó en el procedimiento? El debate no es a favor o en contra del aborto. Es a favor o en contra de condenar penalmente a la mujer que llega a esa situación.

Cuarta afirmación. No se puede tratar de enemigos de la vida y cómplices de homicidio a quienes sostenemos que el aborto debe despenalizarse. Es terrorismo verbal. Del mismo modo que lo sería decir que quienes sostienen lo contrario son cómplices de las clínicas abortistas y lo que desean no es la vida normal sino la existencia penosa de una maternidad contra la voluntad de la mujer.

Quinta afirmación. Para quienes miran desde un ángulo religioso, la maternidad es un deber y no un derecho. No es una opción de la vida sino una obligación de mandato divino. O sea que producido un embarazo, aunque sea producto de una casualidad, o de una situación de apremio psicológico o de un episodio circunstancial cuyas consecuencias no se previeron, se transforma en la condena ineluctable de tener ese hijo. La maternidad no sería el resultado del amor y la voluntad, la consecuencia de un querer. Hay que asumirla con resignación, pase lo que pase. Nos permitimos, por profundas razones de conciencia, pensar distinto. La maternidad es algo muy elevado para reducirlo a un irremediable episodio de la naturaleza, como un rayo que surge del cielo.

Sexta afirmación. El hecho social de que el aborto existe y es generalizado, no puede ignorarse. Existe en Uruguay y existe en el mundo. ¿Quiere decir que la humanidad ha sido asaltada por una ola de perversidad? Siempre existió, de modo que esa perversidad parecería entonces ser inherente a la contradictoria naturaleza humana. Cada vez más países —aun algunos tan afines y de raíz tan católica como España— eluden la condena penal y hasta organizan el aborto desde el Estado. ¿Se han enloquecido o reconocen una realidad de la sociedad?

Séptima afirmación. El aborto es notorio que al practicarse de modo clandestino ocurre en pobres condiciones de seguridad. Aun cuando se lleva a cabo por procedimientos químicos, por el uso de una sustancia, al transcurrir sin los debidos controles y asesoramientos, es de alto riesgo. Obviamente, quienes puedan acceder por dinero a mayores garantías, las tendrán, mientras que cuanto más modesta sea la mujer, más peligrosa será su situación. ¿No es profundamente injusto? ¿No se están arriesgando vidas, vidas reales de personas adultas y hábiles? ¿Cómo se pueden ignorar estas muertes en medio de vítores a la vida?

Octava afirmación. Así como creemos que el aborto debe despenalizarse, afirmamos que la solución legal hoy en curso no es buena. La mujer que llega a esa situación, dominada por angustias y temores, que consulta a esa ginecólogo luego de muchas tribulaciones, procurando siempre la privacidad, ¿tiene sentido que se la someta a un tribunal de tres profesionales de origen diverso? Ellos, a su vez, la harán afrontar otro examen penoso y luego la mandarán a su casa, para que retorne días después. ¿No se advierte que en un medio reducido, esto es como publicarlo en el diario? Un hospital, una sociedad médica, es siempre un medio en que es imposible el secreto. Ni hablemos cuando se trata de una ciudad relativamente pequeña, donde todo el mundo se conoce y no habrá modo de mantener reserva cuando van a actuar cuatro profesionales por lo menos y personal administrativo que asentará actos, labrará actas y coordinará reuniones. Honestamente, no vemos que este camino se consolide. Ya lo veremos en un par de años, pero mientras se hace la experiencia puede mediar un plebiscito, que llevaría todo a fojas cero o bien a consolidar una ley que, desde nuestro ángulo, hace aún más difícil la situación de la mujer enfrentada al difícil conflicto psicológico y emocional.

Novena y —por ahora— última afirmación. En una sociedad, hay un mínimo ético que, para convivir, ella adopta con el carácter imperativo de la ley. El resto es el mundo de las diversidades y, por lo tanto, dominio de la libertad. Hay quienes creen que la convivencia entre dos personas del mismo sexo es inmoral y hay quienes creen que no. Ahora bien, ¿alguien tiene derecho a otro a imponerle su moral, cuando no media un mínimo consenso social? Que la ley le imponga a un médico del Estado, de filosofía cristiana, hacer un aborto, violenta la libertad de conciencia. Que la ley ordene llevar preso a quienes participaron de un aborto a una mujer que lo deseaba, por sentirse inhabilitada para ejercer una maternidad responsable y temerosa de traer al mundo una vida desgraciada, ¿no violenta también la libertad de conciencia? A nadie se le impone hacerse un aborto. Pero a la inversa, ¿por qué condenar a quien siente que su conciencia —o su necesidad— se lo imponen?



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