Edición Nº 1017 - Viernes 22 de noviembre de 2024
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Nuestro destino

Por Julio María Sanguinetti

El proyecto artiguista fue, como se sabe, el de una gran confederación que mantuviera unidas a todas las provincias del Virreinato del Río de la Plata, independientes, federales y republicanas. Desgraciadamente se frustró una y otra vez por las corrientes hegemónicas que desde la Provincia de Buenos Aires lo hicieron inviable. Desde el otro lado del río se dispuso abusivamente de nuestro destino y el Éxodo fue la más profunda expresión de que nuestra convicción federal pasaba por el respeto "a la soberanía particular de los pueblos". Derrotado el artiguismo en 1820, cinco años después sus viejos tenientes -Lavalleja, Rivera- retornaron con la misma idea. Y volvió a frustrarse el proyecto por la incomprensión de gobiernos bonaerenses que hicieron inevitable nuestra plena independencia.

Aquel autonomismo oriental, que había tenido una semilla inicial en la competencia de los puertos, devino raíz fundacional de una república independiente que consolidó su democracia y, ya en el siglo XX, llegó a construir un pionero Estado de Bienestar, armónico de libertad política con justicia social. Quiere la historia que hoy también estemos convocados a una cita con el destino y que desde Buenos Aires, por sus contradicciones, nos obliguen a repensar cuál será nuestro derrotero como nación.

Este proceso actual nació en 1985, cuando Brasil, Argentina y Uruguay retornaron a su normalidad institucional, seguida luego por Paraguay, y renació un vigoroso espíritu integracionista. Ya no era sólo el Río de la Plata sino que el gigantesco Brasil aparecía como parte sustancial de un nuevo proyecto. Naturalmente, no estaba en juego la ya irrenunciable soberanía de los cuatro Estados, pero se sentía que esas democracias tenían que coaligarse para crecer en un mundo altamente competitivo.

La fuente de inspiración entonces era Europa, con la idea de llegar a ser, con el correr del tiempo, una verdadera comunidad de naciones y no solo una zona de libre comercio. Así nació el Mercosur en 1991. Todo fue razonablemente bien hasta 1999, con ocho años de crecimiento y progresiva sintonía política. A partir de la devaluación brasileña del 13 de enero de ese año, se desvaneció el optimismo que había contagiado, incluso, a los pueblos.

El proceso tenía un valor distinto para cada país: el menor para Brasil, dado su tamaño; importantísimo para Argentina (por el acceso al enorme mercado norteño) y prácticamente existencial para Uruguay y Paraguay. Economías muy pequeñas frente a los dos grandes, el éxito del proyecto nos llevaba -como Bélgica u Holanda- a desarrollar una profunda especialización dentro de un territorio económico que ofreciera escala para recoger inversiones pensadas para toda la región. Su fracaso, en cambio, nos devolvía al escenario de luchar cada una por su lado, sin perjuicio de acuerdos comerciales puntuales, que alguna vez efectivamente se hicieron.

Los últimos tiempos han sido desgraciadamente nefastos y los daños están a la vista. Un Brasil distante, aparece jugado a su inserción en el mundo global. La Argentina, arrastrada nuevamente por su vieja pulsión nacionalista, ha abandonado la idea integracionista. Con una anacrónica mirada hacia adentro, vuelve al viejo proteccionismo. Por supuesto, es libre de desarrollar su política económica, pero no de violar los tratados que la unen a sus tres vecinos. Todas sus medidas hacen ilusorio, desde su primer artículo, el Tratado del Mercosur. Nada circula hoy libremente, ni monedas, ni transportes, ni mercaderías. No se ha exceptuado a la región de su retorno a la protección y, a la hora de decidir, actúa como si no existieran socios.

Irnos del Mercosur hoy no es posible, por mil razones. Tratar de lograr otros acuerdos de liberalización comercial con Estados importantes es la única estrategia viable, como hicimos con México en su tiempo. Luego, el tiempo dirá. Al desechar el TLC con EE.UU. quedamos prisioneros de un vecino con el que compartimos todo (idioma, costumbres, cultura) pero que suele tener gobiernos con ese poco respeto por sus compromisos. La sintonía hasta emocional que tuvo el Uruguay con Alfonsín es historia; nada queda de ella. Imaginarnos que vamos a "ir en el estribo de Brasil", como dijo nuestro Presidente, es otra ilusión. No podemos venderle a Brasil lo que vendemos a Argentina…

Lo único que tendría sentido es sincerar la relación y reclamarle a Brasil que actúe como socio principal que es, para exigir el cumplimiento de lo pactado. Tiene fuerza para ello, pero no ha mostrado voluntad. Y quizás no comprenda que para el Uruguay esa definición es una cita con el destino. No es un tema solo comercial. Es nuestra inserción con el mundo. No podemos resignamos a esperar que algún día retorne a la Casa Rosada un gobierno que crea en lo que habla y cumpla lo que firma.

Hijos de una misma matriz, herederos de una misma historia, nuevamente aquel centralismo bonaerense que derrotó a Artigas bifurca el camino de argentinos y uruguayos. Qué desperdicio…



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