Por Julio María Sanguinetti
A punto de cumplir 82 años, a medianoche, sentado delante de la televisión, pacíficamente, como un tránsito natural, falleció el sábado pasado Ricardo Pascale. Esta inesperada y abrupta muerte lo encontró en la plenitud de su creatividad, con un libro, "El país que nos debemos", como centro removedor del debate nacional, y una exposición de arte conceptual en el Museo Nacional de Artes Visuales. Pocos días antes habíamos estado juntos, con él y el Director del Museo visitando su muestra y reflexionando sobre temas artísticos.
Su formación profesional fue la financiera. Catedrático fundador de la materia en la Facultad de Ciencias Económicas. La Universidad de la Republica le otorgó en 2015 su título de Profesor Emérito, la máxima distinción que confiere. Se reconoció así no solo una brillante y continuada actividad docente sino también sus pioneros estudios sobre las finanzas en nuestro país, tanto en el orden público como en la vida empresarial. Fue también profesor invitado en universidades de América Latina, España, Italia y Estados Unidos, además de actividades de asesoramiento.
Convocado al servicio público, asumió en 1985 la Presidencia del Banco Central. Nos acompañó en aquel gobierno en unos de los lugares fundamentales para la transición institucional, porque el país estaba a punto de caer en la quiebra bancaria de todo su sistema. Más de una vez hemos dicho que en aquel esperanzado momento de recuperación democrática nuestra angustia era que no se nos desatara esa crisis, capaz de llevar al fracaso la difícil transición institucional que se iniciaba, llena de acechanzas. Su labor fue una obra maestra de orfebrería administrativa y política, con el Estado asumiendo el control de los bancos privados pero manteniéndolos en la órbita privada, con una solución específica para cada caso. En nuestra segunda presidencia lo volvimos a convocar para la misma responsabilidad. Nos aceptó por dos años, hasta que el gobierno se pudiera encauzar, como así ocurrió.
Fue en ese entonces, en 1995, que hizo su primera exposición individual, una irrupción artística que llamaba la atención en quien en ese momento ocupaba la Presidencia del Banco Central. Nos hizo el honor de pedirnos un prólogo, porque ya veníamos siguiendo sus avances. Desde hacía varios años venía perfeccionándose bajo el magisterio de Nelson Ramos, de quien heredó la pasión por la línea, la inclinación por la materia y la siempre presente profundidad conceptual. Desarrolló entonces una enorme producción de esculturas en madera. Se proyectó rápidamente hacia el exterior, con exposiciones e instalaciones, pues sus obras llegaron hasta la Biblioteca de Alejandría o la sede de Las Naciones Unidas en Nueva York, amén de numerosas piezas en nuestro país. De la madera pasó al arte conceptual en los últimos tiempos, con audaces indagaciones sobre la confluencia de la matemática con el arte. La exposición que todavía está en el Museo Nacional es un imaginativo trabajo con cuerdas, colgadas al techo para producir la curva catenaria, que revelara el filósofo Leibniz, a quien está dedicada.
En los últimos tiempos estaba aplicado a reflexionar sobre la sociedad del conocimiento. Hasta había hecho un doctorado internacional sobre la materia. De ahí sus dos últimos libros, en los que llama al país a mirar su desarrollo futuro en esa dimensión, convencido de que solo por ese camino podíamos comenzar a cerrar la brecha que nos separa del mundo desarrollado.
Colorado y batllista de convicción, siempre estuvo cercano a la actividad partidaria, aportándonos su pensamiento. Transitamos juntos muchos años, hasta hoy, enriqueciéndonos con sus trabajos orientadores. Incluso participó, este año pasado, en el Comité Ejecutivo Nacional, donde propuso importantes transformaciones legislativas.
Sin perjuicio de esa pertenencia incuestionable, transitaba Ricardo por todo el espectro político nacional, con la fluidez y naturalidad que le generaba tanto sus calidades intelectuales como su abierto espíritu republicano.
Optimista, alegre, constante agonista, era una referencia en todos los planos de la sociedad uruguaya. Nunca se le veía crispado ni en actitud litigiosa. Afirmativo siempre, dejaba de lado lo que veía de negativo, para alentar trabajos y realizaciones. Nos alegraba compartir la vida con él, porque sabíamos que encontrarlo iba a ser siempre una experiencia gratificante. Como cuando celebraba sus cumpleaños, en reuniones regocijantes a las que incluso les añadía sus habilidades de cocinero italiano.
Leal a sus convicciones, a sus amigos, a nuestro Partido, y sobre todo a los valores de nuestra República, más que despedirlo celebramos hoy la plenitud de su vida, pues "lleva quien deja y vive el que ha vivido", como dice el poeta. En el caso, una obra y un ejemplo. Un grande.