Edición Nº 1017 - Viernes 22 de noviembre de 2024

Siempre para abajo

Por Julio María Sanguinetti

El debate sobre la elección de los abanderados en las escuelas del Estado vuelve a plantear el tema de si la democracia se exalta reconociendo el esfuerzo y la calidad o si, por el contrario, su aspiración de igualdad la debe llevar a igualar rebajando la pretensión de excelencia (o sea, hacia abajo).

Desde siempre se han elegido los abanderados entre los mejores alumnos en todos los establecimientos educativos. Y eso reza, aquí y en general en el universo civilizado, en las escuelas primarias o en la enseñanza media. En nuestro país nos hemos despertado con la sorpresa de que la Inspección Técnica de Enseñanza Primaria propone dejar sin efecto la reglamentación vigente desde hace años, que abre una votación entre los alumnos de quinto año, para elegir aquellos que por conducta y calificación presenten los mejores promedios. Ahora se prescindiría de toda calificación, aun de asistencia, para que se vote abiertamente a cualquier compañero. En una palabra, popularidad y no escolaridad.

La propuesta se inscribe en una tendencia que recorre el mundo y que, a título de no incurrir en los pesares de la discriminación, propone eludir el reconocimiento al mayor esfuerzo o al mejor rendimiento. La consecuencia natural es la igualación hacia abajo, el desestímulo al trabajo, el desconocimiento de aquello que cualitativamente vale.

Esa peligrosa tendencia genera la peor de las pedagogías porque confunde la igualdad de oportunidades con la igualdad de resultados. Este equívoco sustantivo, en un plano social más amplio ha sido la causa del derrumbe de las sociedades socialistas. Al desvanecer la emulación, impedir la competencia y no reconocer el premio a la productividad, se terminó derrumbando el vigor de las economías y arrastrando al conjunto a la pobreza. Todos más iguales, pero en la pobreza...

La democracia es otra cosa. Es igualdad de derechos, pero no desprecio al resultado, porque de ese modo la mediocridad avanzará a pasos agigantados. Es obvio que la libertad genera diferencias porque los humanos somos diferentes. Unos estarán más dotados para una cosa y otros para otras. Unos serán científicos, otros maestros y otros futbolistas. Unos ganarán más dinero y otros menos, según sus opciones y posibilidades.  Lo que importa es que esas diferencias sean el resultado legitimo de una libertad igualitaria. Por eso se enseñan a los buenos escritores y no a los mediocres.

Desconocer estos valores y educar a los niños en la falsa creencia de que no importa el compromiso y la calidad del esfuerzo, es prepararlos para el fracaso en la vida.

Al revés de lo que esa falsa pedagogía imagina, los niños están bastante más   preparados para entender sus deberes en la vida, porque —por ejemplo— siguen actividades deportivas. Y saben que en ellas hay ganadores y perdedores, y que unos y  otros podrán estar mañana de un lado o del otro. Y por eso ellos tienen ídolos en aquellos deportistas de excelencia, que estimulan su imaginación. Y lo mismo les ocurre en la música o en todas las actividades sociales de su preferencia.

No ignoran que en la vida hay quienes tienen más “calidad”. Hacerles pensar lo contrario es ponerlos en el camino equivocado. No se trata de instalar una carrera de galgos con el premio de una liebre  inalcanzable. Pero sí de que quede claro que si se trata de correr en una cancha de fútbol como de preparar un trabajo para la escuela, el que más se esfuerce  tendrá  un mayor reconocimiento. Y que esa es, en definitiva, la vida misma. La de la gente y la de las naciones.



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