Por Julio María Sanguinetti
Esa vestimenta clásica ha sido —y sigue siendo— una de las definiciones sustantivas de la identidad uruguaya. Ella expresa la igualdad republicana y la laicidad del Estado. En los bancos de la escuela no hay ricos o pobres, católicos o judíos, negros o blancos. Todos, con la túnica blanca y la moña azul, son iguales en dignidad, derechos y deberes.
Por esa razón es que planteamos la necesidad de establecer, desde el principio, que la bienvenida inmigración siria, bienvenida como toda inmigración, ha de vivir un doble proceso: el de adaptarse a las leyes y hábitos de nuestra sociedad, así como ésta, a la inversa, debe procurar, con amplitud de criterio, integrarla a la matriz nacional. Esa matriz hoy felizmente consolidada sobre la base de gente proveniente de los más diversos orígenes, mayoritariamente de España e Italia, pero también de Líbano, de los barrios judíos de Europa y Medio Oriente, de Armenia, de Croacia, de Lituania, de Grecia y por supuesto de nuestros vecinos.
El debate desatado ha servido para identificar equívocos que es muy bueno comenzar a despejar. Sin las intemperancias que también han salido a luz.
Se ha dicho que no aceptar el velo en las escuelas puede herir la libertad religiosa. Rotundamente no es así: ella debe resplandecer en todas sus dimensiones. En la calle, en los templos, donde sea, hay libertad para creer y orar. En la escuela pública, en cambio, todos nos debemos despojar de nuestras creencias, para identificarnos en el saber universal y nuestra formación cívica uruguaya. Nuestra escuela es laica porque el Estado es neutral ante los fenómenos religiosos, que solo deben ser expuestos, académicamente, en las clases de historia o filosofía. Sus controversias o identificaciones no pueden jugar en ese espacio de neutralidad.
Con inmenso error, un legislador ha dicho que hasta puede alguien ir con una camiseta que diga “Viva Jesús”, actitud de ostentación propagandística, que mañana podrá ser contestada con otra camiseta que diga “Viva Alá y mueran los infieles” o “La religión es el opio de los pueblos”. Justamente eso es lo que nuestra laicidad no tolera en los ámbitos de la educación pública. Ella está para unir, conciliar, respetar todas las diversidades, igualadas ante la ley republicana. No para dividir y enconar.
Hasta se ha llegado a recordar —como supremo argumento— que José Pedro Varela hacía impartir cursos de religión católica en horarios especiales, olvidando que esa era una imposición nacida de la Constitución de 1830, vigente hasta 1917, cuando se separó la Iglesia del Estado.
El velo no es una medallita discreta. Es un fuerte signo de ostentación, que podrá estar en un cine o en una plaza, pero no en alumnos de una escuela pública. Simplemente porque la laicidad escolar impone neutralidad, que nadie pretenda identificarse y exhibir su identificación religiosa o política. No olvidemos lo último, porque tolerar a unos significará tolerar a otros que deseen proclamar su condición.
En otro orden de razonamientos, se niega que el velo islámico sea un símbolo de subordinación femenina. Entendámonos: nadie de buena fe puede negar que en el mundo islámico se poseen hábitos claramente discriminatorios de la mujer. Es notorio que mujeres y hombres se separan en el espacio familiar, que los padres se sienten con derecho a elegir marido para sus hijas, que por cierto se consideran autorizados a castigarlas tanto a ellas como a sus esposas. Es público y notorio. Hemos visto en la televisión episodios horrorosos de lapidación de mujeres acusadas por su marido por meras sospechas; y tremendas agresiones en espacios públicos en contra de mujeres vestidas a la usanza occidental. Se dice que el Corán no contiene esos draconianos procedimientos y no lo entramos a discutir. Pero que, en los hechos, el mundo musulmán practica universalmente la subordinación femenina, es indiscutible. Hasta en Uruguay, en las pocas semanas que han vivido entre nosotros las familias sirias, ha quedado en evidencia; a los padres, incluso, les cuesta entender que no son los dictadores omnímodos de sus familias. Ese velo, entonces, en cualquier modalidad que sea, simboliza la identificación con una religión que practica esa discriminación. No se lo puede ignorar. Como dijo Mario Vargas Llosa hace más de diez años, cuando el debate comenzaba en Francia, “no se necesita ser demasiado zahorí para entender que el velo islámico es apenas la punta de un iceberg y que lo que está en juego, en este debate, son dos maneras distintas de entender los derechos humanos y el funcionamiento de una democracia”.
Quienes están a cargo de esta inmigración deberían ser los primeros en atender esta situación y prevenir la semilla de los enfrentamientos. Su tarea es ardua pero la tolerante sociedad uruguaya les asegura que, con el correr del tiempo, tendrán éxito. Pero él pasa porque no importemos a esta república laica y pluralista la semilla de una actitud intolerante, que —el mundo entero es hoy testigo— no está dispuesta a ceder en nada.