Un nuevo Papa
Por Julio María Sanguinetti
La Iglesia Católica ha elegido un nuevo Papa y sus características han producido un real sacudón en el mundo entero: es el primer americano que llega al Papado; es el primero de origen jesuita; es el primer Francisco, aunque en homenaje al santo de Assisi; es el primer hijo de inmigrantes italianos en América…
No bien llegó, marcó claramente su orientación. Será un Papa de fuerte acento pastoral, volcado a la lucha contra la pobreza, tal cual ha sido su rol histórico en Argentina. No es un ideólogo, no es un pensador. Es un hombre práctico que procura ayudar a los necesitados con lo que esté a su alcance. Todo indica que volcará todo su esfuerzo en las zonas pobres del mundo, acercando el sacerdote a la gente.
Al mismo tiempo, sus antecedentes indican que —en cambio— será conservador en asuntos de ética personal y familiar. En esta dimensión, su Papado presumiblemente no signifique cambios.
Su estilo personal ya ha marcado un sello propio e inesperado. Renuncia a oropeles, habla como si estuviera en una parroquia de barrio, no se ata a protocolos pesados, asume su cargo con la dignidad del caso pero sin cargarlo de solemnidad, saluda a la gente espontáneamente ante la desesperación de sus custodios. Todo ello encaja con su trayectoria en la Argentina, que le vio durante años moverse en los barrios pobres y no ser complaciente con las postergaciones e injusticias.
Los Presidentes Kirchner, en su tiempo, lo declararon enemigo. No le aceptaron que hiciera reclamos sociales, no toleraron que se entrevistara con los dirigentes agrarios en ocasión de sus protestas, no pudieron entender su independencia de criterio y de opinión. Como consecuencia, fieles a su estilo, le intentaron humillar por todos los medios, lo ignoraron en las celebraciones oficiales y sus voceros cercanos se encargaron de difamarlo. Ahora, pese al enorme significado de su designación, el sistema rencoroso movilizado ha reflotado agravios y medias verdades, sospechas e incomprensiones, tratando de disminuir su figura. Es un ejercicio patético de quienes poca autoridad moral tienen para cuestionar. Es tan fuerte la repercusión que han tenido sus primeros pasos, que todas esas miserias van siendo sepultadas una a una. La propia Presidente, luego de una inicial respuesta helada, no tuvo otro remedio que cubrirse la cabeza y marchar a hacer la paz con un hombre que, en apenas pocos días, se ha transformado en un líder universal.
El desafío para el Papa es enorme. Juan Pablo II tuvo que enfrentar la división de la Iglesia producida por la teología de la liberación y la acción comunista en los países que aún subyugaba. Su continuador ha sido un teólogo con escasa incidencia política, no obstante que su renuncia —inédita en el Pontificado— ha servido para poner de relieve vicios y desvíos al interior de la milenaria institución. Hoy, Francisco tendrá por delante la necesidad de revitalizar una Iglesia que ha perdido fuerza por la progresiva secularización del Estado, la competencia de sectas cristianas, el enfrentamiento de un iracundo mundo musulmán y las causas morales graves que le han herido en su credibilidad.
Del éxito del Papa en estos escollos, dependerá mucho la vitalidad de nuestra civilización occidental. Ella está siendo contestada en sus valores esenciales. Los radicales del mundo musulmán agreden a cristianos en donde los encuentran, subordinan agresivamente a las mujeres y no esconden su anhelo de borrar del mapa al pueblo judío. Europa sufre de una tensión étnica y religiosa enorme. Israel es amenazado constantemente. En esta controversia, no es indiferente la situación de la Iglesia católica, uno de los pilares fundamentales de una civilización que se asienta en el pensamiento judeo-cristiano y greco-romano. Aun los más liberales de los liberales, deseamos fervorosamente que Francisco llene un gran espacio de espiritualidad y tolerancia.
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