Por Julio María Sanguinetti
Por más empeño que se hace (por "ignorancia o mala fe", como decía Maiztegui) en empañar la contribución de Fructuoso Rivera a la construcción de nuestro país, cualquiera que se aproxime a su vida, se encontrará con la fascinación de un caudillo sin par, un táctico imbatible y un político de una visión sorprendente.
Lo decimos en estos días de setiembre en que recordamos la batalla de Rincón, un día 24, en 1825, en que puso el cimiento a la victoria frente al Imperio de Brasil.
Como se recordará, fue Rivera el mayor capitán de Artigas, al que éste reconoció siempre por su habilidad e incuestionable popularidad. En 1815 en Guayabos, como dice Luis Alberto de Herrera, sableó a la "arrogancia" de Alvear y Dorrego, consolidando así el mayor momento de la trayectoria del intento confederativo. Batalló como ninguno hasta 1820, en que se produjo la derrota final. Solo quedaba él cuando Artigas se fue hacia el exilio. Allí hizo lo que había que hacer: "sacar partido de nuestra esclavitud" y esperar el momento para recuperar "la libertad perdida". Pactó con el vencedor y mantuvo una fuerza militar oriental, que comandó junto a los dos Lavalleja, Juan Antonio y Manuel.
Separados los dos caudillos, cuando Lavalleja quiso sublevarse en el 23, en el 25 vuelven a reunirse. Juan Antonio le ganó la iniciativa, con su desembarco del 19 de abril, pero diez días después en el Monzón se reencontraron. En 14 de junio el Gobierno Provisorio de la Provincia Oriental, designa a Lavalleja como Comandante en Jefe y a Rivera como Inspector General de Armas.
El 25 de agosto en La Florida se proclama nuestra independencia, pero no dejaba de ser, todavía, un sueño. Los "imperiales" seguían dominado el país. Mena Barreto contaba con una fuerza de 700 hombres, cerca de él operaba otra análoga del Coronel Jardim y en Montevideo estaba la mayor parte del ejército, estimada en 5.000 hombres. Seguían, además, controlando Colonia, Santa Teresa y los ríos, con la superioridad logística que significaba.
Rivera concibe un plan para dejar al enemigo sin los caballos que tenían en el Rincón de Haedo. Cruza el río en la noche, se esconde en un bañado y aun en la oscuridad, antes del amanecer, el 24 de setiembre, explotando su conocimiento del terreno, sorprende a los brasileños y captura varios miles de caballos, se dice que ocho mil. Ese era su real objetivo pero las circunstancias le imponen el enfrentamiento y con una fulgurante carga de caballería, se mide en el terreno con una fuerza mucho mayor y le inflige una derrota total, con 140 muertos y 300 prisioneros. Incluso los imperiales pierden a su jefe, el coronel Mena Barreto, miembro de una de las familias militares más importantes de Brasil.
Esta victoria fue decisiva. El incipiente ejército oriental se pertrechó con las armas tomadas al enemigo y, naturalmente, de la formidable caballada. Mostró además una capacidad militar notable, basada, en el caso, en la astucia de Rivera que, con una fuerza inferior en número, sacó ventaja del ataque sorpresivo. Se abrió así el camino para la posterior victoria de Sarandí, en que, al mando de Lavalleja, estuvieron Rivera, Oribe y Flores, todos los caudillos orientales.
Recién entonces, Buenos Aires da crédito a la milicia oriental y asume el mando de la guerra contra el Imperio configurando el llamado "ejército nacional". Rivera se apartará del ejército que bajo el discutido comando de Alvear libra la batalla de Ituzaingó, el 20 de febrero de 1827, ganada en el campo pero no condujo, sin embargo, al desenlace de la guerra. Ésta solo se volcará cuando Rivera, en otra genialidad militar y política, conquiste en solitario Las Misiones, lleve la guerra al territorio enemigo y así precipite la firma de la Convención Preliminar de Paz en la que se reconocerá nuestra independencia. En ese encadenamiento de episodios, Rincón resultará un eslabón decisivo, que bueno es recordar para entender el proceso fundacional de nuestra República.