¡Viva la Pepa, Todavía!
Por Julio María Sanguinetti
1808 fue un año bisagra para los españoles “de los dos hemisferios”, como diría más tarde la Constitución. Y aun para los lusitanos de ambos lados del Atlántico. Fue un parteaguas, al desencadenarse entonces, tras la invasión napoleónica, un proceso revolucionario que cambió alianzas, soberanías y Estados. El gran corso, que murió obsesionado por su legado, seguramente se fue de la vida sin tener idea de lo que había provocado en los iberoamericanos.
El traslado de la Corona portuguesa a Brasil, impulsado por Inglaterra para impedir que Francia hiciera con ella lo mismo que con la de España, fue decisivo para que su inmenso territorio se mantuviera unido. Un rey, una corte, una diplomacia, unos generales, dieron a Brasil el andamiaje que logró encauzar las tendencias separatistas de algunas regiones, tan autonomistas como las del imperio Español. Éste en cambio, tras la crisis de su monarquía, terminó fragmentado en diecieocho repúblicas independientes, muchas veces recelosas entre ellas por remanentes conflictos de fronteras.
Portugal invadido, Brasil se fortaleció en torno al reinado de la Casa de Braganza. En España, en cambio, con Carlos IV entregado a manos de los franceses, los españoles americanos sintieron que en sus manos había recaído la soberanía y si bien la proclamación de sus Juntas fue de lealtad a Fernando VII, ese ejercicio de autogobierno resquebró para siempre la condición de súbditos del Rey y dio nacimiento, para siempre, a la nueva condición de ciudadano, consustancial al liberalismo.
Convocada las Cortes, en Cádiz, en 1810, por vez primera se ejercía por el pueblo la nueva potestad constituyente. La representación abarcaba no sólo a los diputados de las provincias de España sino también a los de América, que nunca antes se habían visto las caras. El sistema colonial, por imperio de la geografía, los había compartimentado, de modo que su vida había transcurrido hacia el interior de cada jurisdicción, regulados y reglamentados en su vida administrativa y comercial.
En esas Cortes, dice Benedetto Croce en su Historia de Europa, nace el sentido político de la palabra liberal. En efecto, se plasman en leyes y textos constitucionales, todos los grandes principios: libertad de expresión del pensamiento, soberanía nacional, separación de poderes, libertad de conciencia, abolición de la Inquisición con todo su peso de oscurantismo… En esa ciudad sitiada por el ejército francés, bombardeada por los cañones del mayor artillero de la historia, amenazada por carencias y enfermedades, se soñaba un nuevo mundo y construir un nuevo régimen. Y así se hizo. En España duró poco, por la traición de Fernando VII, pero aquella Constitución proclamada el día de San José (de ahí “la pepa”) sobrevivió como programa político y hasta hoy sigue siendo una fuente de inspiración.
En América fue el camino para la Independencia. Instaladas las Juntas, el ejercicio de la autodeterminación soberana devino rápidamente en proceso revolucionario y las Constituciones que en los veinte años siguientes se irían proclamando, nacerían todas con la indeleble impronta de Cádiz. Las historias de las ideas en general identifican con propiedad el influjo norteamericano y francés en la revolución latinoamericana. Así como la influencia británica en la libertad de comercio que desafió el viejo monopolio colonial. Todo lo cual es cierto. Sin embargo, no se ha recogido lo bastante esa influencia del liberalismo español, que por otra parte se arrastra a orígenes tan ilustres como el Tratado de las Leyes de Francisco Suárez (1612). La literatura independentista, como es natural en tiempos de cambios revolucionarios, construyó una imagen de España pura oscuridad, pero felizmente la nueva historiografía, paso a paso, viene reparando esa errónea ausencia. El pensamiento liberal español llegó a América por mil y una vías y esta famosa “Pepa” fue una de ellas. Sin ir más lejos, el caudillo fundacional de mi país, el Uruguay, José Artigas, recibió las ideas liberales de un gran sabio español, Don Félix de Azara, que había llegado al Rio de la Plata en la comisión demarcatoria de los límites entre España y Portugal, resultado del Tratado de San Ildefonso.
En medio de los nubarrones de la tormenta económica instalada, el espíritu de Cádiz inspira aún, en su Bicentenario. Pensar en lo que aquella gente hizo, en aquel momento y circunstancia, es una convocatoria a la voluntad de preservar su legado. Porque la filosofía liberal, entendida en su amplitud y profundidad, reclama constantemente de todos sus fieles. Los “grandes hermanos” pululan, la próspera sociedad latinoamericana padece de populismos autoritarios, hoy hasta Twiter habla de censurar y en medio de las penurias, no debe olvidarse que la herencia liberal incluye también códigos de cohesión social que fueron el natural desarrollo de su filosofía generosa, tergiversada por quienes, en su nombre y en su hora, pretendieron minimizar el Estado democrático y olvidar su rol de garante de los equilibrios de la sociedad.
Publicado el en El País de Madrid, martes 6 de marzo de 2012.
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